Tribuna

Alfonso Lazo

Historiador

Silente crisis letal

Silente crisis letal Silente crisis letal

Silente crisis letal

Ha sido una constante de la mentalidad colectiva creer en la estabilidad de la época en que se vive: siempre todo igual. La eternidad de Roma; el feudalismo y la servidumbre; las monarquías absolutas; el liberalismo y el progreso indefinido de la belle époque. Todavía en los años ochenta del siglo pasado estábamos convencidos de que el comunismo y la Unión Soviética no desaparecerían nunca. Mas todo tiene un final por muy sólido que parezca. ¿Estamos ya al final de nuestra época? ¿Vivimos el final de la democracia? De ser así, está siendo un final que pasa desapercibido a la mayoría ciudadana. En 1992, Fukuyama anunció "el final de la Historia" que habría alcanzado su plenitud: todo estable, todo seguro. Pero también siempre hubo minorías que anunciaron el apocalipsis. Profetas de la desgracia que por lo general se equivocaban, aunque en el largo plazo -en la "larga duración" como dicen los historiadores- acertasen, ya que no puede existir nada humano que dure eternamente. Así, es cada vez más raro en este siglo XXI encontrar a un estudioso, a un intelectual serio, a un analista, a un filósofo de rango o a un teólogo que no esté convencido de la crisis de la democracia; no una crisis coyuntural sino más bien un agotamiento del modelo. La democracia de partidos ya no funciona en una sociedad relativista de la que han desaparecido, junto con Dios, el concepto mismo de verdad absoluta y la figura del hombre público ejemplar. En los sondeos periódicos sobre la estima que sienten los ciudadanos ante las diversas instituciones de la democracia, los políticos, el Parlamento y los partidos aparecen de una manera constante en el último lugar. Un unánime rechazo.

Paradójicamente, esta sociedad de masas que sólo valora el consumo e ignora lo que pueda ocurrir con la democracia; paradójicamente defiende con ferocidad la idea de que la mayoría siempre tiene razón, es dueña de la virtud y por ello puede, con plena legitimidad, privar de sus derechos a la minoría, que por serlo, vive en el error y desconoce la igualdad radical de todos los hombres sin distinción. La democracia se entiende así como un mecanismo de igualación; y como esa igualación sólo puede conseguirse por abajo la democracia pasa a ser una mediocritas que no tiene nada de aurea. Mediocridad colectiva que, cual era de esperar, ha terminado por contagiarse a la clase gubernativa sin excepciones. Quizás Angela Merkel haya sido el último epígono de unos gobernantes presentables. Nada parecido encontramos hoy a una Indira Gandhi, una Golda Meir, una Margaret Thatcher o una Eva Perón por citar tan solo altas mujeres de muy distinto carisma, ideas y talante.

En una reciente entrevista (23-X-2022), la poeta, ensayista y política rumana Ana Blandiana recordaba la alegría con que los intelectuales de su país acogieron el fin del comunismo y la llegada de la democracia para, poco después, sufrir una tremenda desilusión.

"El mundo democrático occidental -dice- ha dejado de ser para nosotros un modelo. Los antiguos prisioneros encerrados en el Gulag rumano saben que el comunismo no debe regresar jamás, pero no saben lo que deben poner en su lugar (…). La libertad, de expresión principalmente, está siendo disuelta por las normas de lo políticamente correcto; el Estado de derecho se está desmoronando bajo los ataques del progresismo. A falta de referencias morales, pulverizadas por la secularización, al mundo del consumismo globalizado sólo le queda la corrupción". Puestas las cosas así una ilustrada minoría occidental grita su alarma pero también ignora la solución.

Yo tampoco sé cómo será la democracia de nuevo cuño que se demanda, pero pienso que el primer paso hacia ella sólo puede venir de la conquista de un nuevo lenguaje donde las palabras recuperen su verdadero significado, donde los términos de libertad y ley comparezcan siempre juntos, pues no cabe pensar en una libertad plena sin el cumplimiento estricto de las leyes; un lenguaje, en fin, donde la igualdad no sea fruto de una ignorancia universal sino la puerta de entrada a una aristocracia abierta a todos: Violenti rapiunt, se dice en el Nuevo Testamento. "El reino de los cielos sufre violencia y sólo los osados lo conquistan". Sólo los capaces de hacer frente a lo que señalaba con el dedo Ana Blandiana estarán en condiciones de restaurar una democracia que garantice nuestras libertades, pues la democracia es sólo el medio y la libertad el fin.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios