La excelente exposición del Bellas Artes de Sevilla, Los Bécquer, un linaje de artistas, comisariada por Manuel Piñanes, permite comprender al visitante la naturaleza de un fenómeno europeo, como fue el Romanticismo, a través de un notable grupo de pintores vinculados familiarmente: los hermanos José y Joaquín Domínguez Bécquer, así como los hijos del primero, Valeriano y Gustavo Adolfo. El grande y perdurable alcance de dicho fenómeno, que ocupa casi todo el XIX y un último tercio del XVIII, puede extraerse, entre otras muchas, de dos obras de claridad ejemplar: La pintura costumbrista en Sevilla. 1830-1870, de Antonio Reina Palazón, y La cara oscura de la imagen de Andalucía. Estereotipos y prejucios, de Alberto González Troyano. Por otro lado, el hecho de que en este linaje de artistas se incluya a Gustavo Adolfo Bécquer se debe no a la fama del poeta y su estrecho parentesco con los pintores expuestos, sino a su propia inclinación al dibujo (Bécquer fue un notable dibujante, como comprobará el lector curioso), y a otro asunto, digamos, de carácter estructural y estético. Para el artista romántico, las artes decisivas, aquellas que alcanzan una más profunda expresión de la realidad, son la pintura y la música, no la palabra escrita.
Esta verdad romántica el poeta y periodista Bécquer la expresará en numerosas ocasiones y en diversos formatos (también cuando escriba sobre su hermano Valeriano, prematuramente muerto), puesto que la ambición última del romántico es aquella de decir lo indecible. Esta indecibilidad, como hemos visto, encontrará una vía más adecuada tanto en la música como en la pintura. Y dentro de la pintura, serán el cuadro de costumbres, la estampa histórica y el tipismo regional (Valeriano Bécquer recibió una modesta pensión ministerial, bajo el Gobierno de González Bravo, destinada a consignar los diversos tipos regionales de España, empresa luego malograda por la Revolución de 1868), los modelos con que se fije el carácter nacional y el rubro genuino de cada pueblo. Es, pues, esta nueva necesidad del siglo, tras el paso de la Ilustración, la que conduce a los países europeos a rescatar el alma particular de cada nación, oculta bajo la horma homogénea que impulsó, en buena medida, el ideal ilustrado. No debe olvidarse, en cualquier caso, que es la propia Ilustración, a través de Kant, de Montesquieu, de Herder, del Goethe que encuentra en la catedral de Estrasburgo la verdadera naturaleza gótica de lo alemán..., quien formula la existencia de un signo distintivo de las naciones. Un signo que se hallará en las costumbres, en el suelo nutritivo de la historia, y en los usos y vestimentas que el agro ha preservado de la voracidad del mundo contemporáneo.
Al cabo, lo que encontramos en la pintura de los Bécquer: en el malogrado José Domínguez Bécquer; en su hermano Joaquín, excelente pintor; en el también excelente y malogrado Valeriano; o en el dibujo sobrenatural y humorístico de Gustavo Adolfo, es el intento de preservación de un mundo amenazado por las novedades (industriales y urbanas, principalmente) que el siglo arroja sobre ellos. Es en ese gesto de preservación donde se recogen y se vislumbran el espectro de lo genuino y el alma misteriosa, vacante, inexpresable de los pueblos. También una idea de espiritualidad, identificada con el pasado histórico, que conjura, de algún modo, la homogeneidad hercúlea que se avizora en todos los órdenes humanos. Si Delacroix, por los días en que pinta José Domínguez Bécquer, es quien formula esta primacía de la pintura sobre las letras –“el puente de la visión” lo llamará el pintor francés–, es Baudelaire quien establece, algo más tarde, la superioridad de la belleza pictórica sobre la verdad, deplorando el carácter documental y romo de la fotografía, y por lo tanto, ignorando sus cualidades estéticas. No obstante, es también una ambición documental, hija del siglo ilustrado, la que mueve a los pintores románticos. Se trataba de documentar las fuerzas espirituales, los espíritus terrestres, los materiales nocturnos e inefables, con que se fraguan, oscuramente, los pueblos. Esta exposición es prueba admirable de todo ello.