La amistad es una de esas realidades entrañables que, mientras se viven, resultan transparentes y, cuando faltan, se tornan misteriosas. Acompaña la vida diaria con tal discreción que suele pasar inadvertida, hasta que su ausencia revela el profundo vacío que deja. Quiero decir que, más que un lujo o un adorno sentimental, es una de las formas supremas de la experiencia humana, un bien cercano a lo sublime que, aunque sigiloso, sostiene la arquitectura de la vida cotidiana. Aristóteles lo expresó con una lucidez que el paso de los siglos no ha logrado erosionar. En su Ética a Nicómaco dice que “sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera todos los demás bienes”, palabras nada hiperbólicas para una intuición tan reveladora de la condición humana. Y es que los seres humanos no nos bastamos a nosotros mismos. Necesitamos una presencia que confirme nuestra existencia y la vuelva habitable, un otro que no es instrumento ni rival. El griego distinguía entre amistades de utilidad, de placer y de virtud. Las dos primeras, ligadas al interés o a la satisfacción, se vuelven inestables. La virtud, en cambio, se funda en el reconocimiento del bien en el otro y en el deseo compartido de una vida buena. Esta concepción adquiere hoy singular vigencia en un clima cultural que tiende a medir las relaciones por su rendimiento emocional, su visibilidad o su rentabilidad.
La vida contemporánea ofrece innumerables sombras de amistad. La creciente ola de conectividad permite multiplicar los contactos, aunque esa superabundancia no garantiza la hondura de los vínculos. Se confunde la cercanía con la disponibilidad o la presencia con la interacción constante. En ese escenario, este don se vuelve exigente. Requiere tiempo, cultivo y una fidelidad que se sostenga más allá de sus inevitables altibajos. Laín Entralgo la pensó desde su espesor antropológico. En Teoría y realidad del otro, la presenta como otra expresión eminente del encuentro humano, que se teje de presencia, palabra y lealtad. La concibe como un modo de estar con el otro en el que, junto al afecto, afloran también el reconocimiento, la responsabilidad y la apertura biográfica. Los amigos se acogen en su singularidad; no son tratados como medios. La amistad presupone una comunión ética, o sea, una afinidad en el juicio sobre lo que merece ser vivido. Quiere decirse que no es indiferente ni al bien ni a la verdad. De hecho, como enseña Cicerón en Laelius de amicitia, sólo puede darse entre hombres buenos, aludiendo con ello no tanto a una perfección moral inalcanzable como a una afinidad en el modo de juzgar lo valioso. El buen amigo no suele confirmar los deseos, antes bien, acompaña siempre en el juicio.
A través de la experiencia, la amistad se revela con implacable claridad en los momentos adversos, cuando la vida se quiebra y la seguridad se debilita. El amigo no suprime el dolor ni promete alivios inmediatos; permanece. Y en su permanecer imprime una suerte de consuelo que da la consistencia de una lámpara discreta encendida en la oscuridad; no disipa la noche ni cierra la herida y, sin embargo, hace habitable el camino. Una comunidad no se mantiene en pie por la firmeza de sus leyes, sino por la trama invisible de vínculos personales que la atraviesa. Y si la urdimbre afectiva se deshilacha, la textura de la convivencia se vuelve áspera. No es casual que sociedades muy individualizadas engendren esa soledad inmensa y silenciosa. La amistad, en cambio, ofrece otra gramática: la de una gratuidad que no exige y una permanencia que no se desvanece. Pensar hoy la amistad es, en sí mismo, un gesto de exigencia frente a su banalización. Supone reconocer aquellos vínculos que no admiten sustitución y discernir la presencia que merece cuidado, tiempo y fidelidad. En una época gobernada por la prisa y la utilidad, la amistad permanece como la luz suave de una verdad compartida, uno de esos lugares donde la vida humana puede, por fin, descansar sin máscaras.