La tribuna

Tú “moderadito”, yo “radicalito”

Tú “moderadito”, yo “radicalito”

Escritor Y Periodista

En Delfos, en el frontispicio de Apolo, se lee la máxima de todo equilibrio: “Mêden ágan” (“Nada sin medida”). Para la filosofía clásica la moderación era uno de los cultivos de la virtud. Los griegos de la Hélade hablaban de soprhosyme y el latín acuñaría después el término temperatia. Practicar la virtud de la medida no siempre ha tenido su predicamento en la cultura judeocristiana occidental. Tomás de Aquino, el santo de la escolástica, desarrolló una doctrina específica sobre la templanza, ajeno al anatema contra los tibios que arroja el Apocalipsis de Juan: “Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Libro de la Revelación, Ap 3,16). Hasta en el canto III de la Comedia del Dante los que no se manchan son rechazados. Ni el cielo ni el infierno los acogen. Las obras más universales lo son aún más porque no dejan de inquietarnos desde la noche de los tiempos.

Lo recuerda ahora el filósofo Diego S. Garrocho en su libro Moderaditos. Una defensa de la valentía política. El diminutivo tiene su irónico retintín y alcanza también a los “radicalitos” que en el muladar político de hoy presumen de pureza desacomplejada. Hace bien el autor en advertir desde el inicio que no pretende hacer una apología de las buenas maneras en favor de la cortesía política. En la era del engorilamiento ideológico, el autor reclama el espacio de la moderación y el ejercicio valiente de quien mantiene el equilibrio de flujos en el debate político: opinar sin opinarse encima.

Desde que el PP fue tachado por Vox como “la derechita cobarde” (Miguel Tellado es todo un osito panda), el rebuzno ultra tacha al moderado de impuro, traidor y cobarde. Le parece hasta un topo o un infiltrado. Ser equidistante es formar parte del club de los delicados (o los “delicaditos”), esos que no se mojan lo suficiente en asuntos que exigen arrojo e identidad sin matices ni grises endebles. Asimismo, para la izquierda narcisista, encantada de cepillarse la bonita cabellera en su espejito, el moderado es visto como un tibio de poco fiar. No cabe nunca el matiz que pueda atemperar no tanto su doctrina como su doctrinario sin traicionar la causa.

A decir de Garrocho, un radical o “radicalito” encarna siempre a un frágil que no sabe desafiar su propio punto de vista. “Administrar con paciencia un argumento o una razón pública es mucho más complicado que opinarse encima”. En el mundo neurotizado de hoy, la moderación es la antesala de la decepción. Cita Garrocho a aquellos pensadores instersticiales que defraudaron a los suyos. Pasolini, Simone Weil, Raymond Aaron o Clara Campoamor se hallan en el eje izquierda-derecha cuyo marco también impugnaron. Aparte de decepcionar a los zelotes de ambos lados, el moderado también resulta sospechoso si muestra su sano escepticismo. Añade el autor y filósofo que el escepticismo de los “moderaditos” es también un ejercicio de valentía. Uno puede dar probabilidad al error propio y al acierto ajeno sin caer en la frustración o el reconcomio intelectual.

Sería un error asociar la moderación a un espacio concreto, comúnmente relacionado en España con la maldición del centro político. Ser moderado no te inscribe en ninguna sigla de centro, aunque la tentación, en clave de hiperbólico humor, es bien grande. A más de uno le gustaría votar a una gran coalición indeterminada y chocante que atendiese al nombre de Extremo Centro (Pedro Herrero y Jorge San Miguel impulsaron en su día su apoteósico Extremo centro: el manifiesto). Sinestesia política con guarnición de escaños en la corrala del Congreso. Por soñar que no quede.

En sí misma, la moderación en el sentido dado no es ningún programa para un centro político específico. Se trata de una disposición afectiva y una actitud en la administración de las opiniones personales con un determinado modo, como dice Garrocho. A derecha y a izquierda, pero sin ultramontanos, sin prescriptores de la moral y la turra dogmática, la moderación puede hallar también espacio y acomodo. Dejemos la radicalidad verdadera para Jesús de Nazaret, Dostoievski y alguno más.

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