Tribuna

fERNANDO ONTAÑÓN

Escritor

Contra el pasado

La nostalgia mal entendida puede devenir en un veneno paralizante que nos impida reaccionar a los estímulos de la vida, convertirnos en meros observadores

Contra el pasado Contra el pasado

Contra el pasado / rosell

Con el paso de los años uno se enfrenta con incredulidad al peso de su propia historia, a la fragilidad de su cada vez más improbable porvenir. Mirar hacia atrás puede convertirse en una dulce trampa: pensar que nuestra verdadera vida ya fue, que el pasado es más real que el latir de los días de este presente inasible. "En mi época" es una expresión corriente entre quienes empiezan a dejar atrás los cuarenta, como si a estas alturas todo el pescado (por continuar con otra expresión popular) ya estuviese vendido. Este conocido fenómeno se produce tanto en la experiencia individual como en la colectiva, ¡Ay, las glorias pasadas de sociedades, naciones e imperios! Existen auténticos profesionales de la agitación de este trastorno. La política está tristemente okupada por este tipo de personajes impetuosos y embaucadores, antes grandilocuentes, ahora a menudo necios y ufanos de su ignorancia. Plagiadores, al fin y al cabo, de las atávicas promesas religiosas, con una única salvedad creativa: en lugar de ofrecernos el premio del más allá, nos amenazan con regresar a una suerte de arcadia fundacional tan ilusoria en su concepción como cualquier paraíso que se precie de serlo en la otra vida. Y es que es más fácil apelar y dejarse llevar por la ilusión de lo permanente que por la trágica fragilidad de la realidad.

Escribe Richard Ford en El periodista deportivo: "Lo que todos queremos en realidad es llegar a ese punto en el que el pasado ya no nos diga nada de nosotros mismos y podamos seguir adelante". De eso se trata, de eso creo que trata también esta confusa perorata, de seguir adelante a pesar de todo y pese a quienes se empeñan cada año en ponernos las cosas más difíciles, todos esos abanderados de la estabulación geográfica y moral, adoradores de pasados sanguinarios, vendedores de odio y oscurantismo. Ya tenemos suficiente carga con nuestra historia personal como para lidiar también con la de tanto pueblo único, grande y libre (los pueblos siempre son muy libres, al parecer; los ciudadanos, luego, ya no tanto). Porque, aquí estamos, los afortunados que seguimos adelante en este 2023, solos de nuevo ante lo que quiera que vaya a depararnos el correr de los días, solos ante todo lo que nos quede por hacer; también ante los precios de los alquileres y de la calefacción, ante los sueldos miserables y los delirios geopolíticos de millonarios aburridos de sí mismos.

Escribe Manuel Vicent en uno de sus artículos que "El tiempo no existe. El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada". La nostalgia mal entendida puede devenir en un veneno paralizante que nos impida reaccionar a los estímulos de la vida, convertirnos en meros observadores del suceder de las cosas que les pasan a los demás.

Creo sinceramente que mitificar cualquier tiempo pasado es un error de perspectiva, una rendición anticipada. Por supuesto, la vida, en ocasiones, puede darnos una buena paliza, dejarnos para el arrastre, lanzarnos incluso una maldita bomba H. En esos casos, quizá un pasado amable y memorable (quien haya tenido tal suerte) sí podría actuar de bálsamo, una dosis extra de morfina para quien detesta los libros de autoayuda y no tiene otra fe que la de erratas, ya de difícil enmienda.

Con el paso de los años uno debería tratar, por tanto (siguiendo los razonamientos de Ford y Vicent), de encontrar nuevos motivos, o de seguir cultivando los que ya tiene, de forma que pueda ralentizar todo lo posible el paso de ese tiempo "inexistente", pero limitado, que tenemos por delante. Enero es el tiempo de los propósitos, de la página en blanco y los nuevos comienzos, un mes que parece mirar solo hacia el futuro. Ojalá pudiésemos desembarazarnos de todo el nocivo equipaje que traemos con nosotros y encarar los días venideros solo con lo puesto. Empezar, de nuevo, a descubrir la vida o las vidas que todavía nos esperan con el maravillado espíritu de los antiguos exploradores. Vivir en la frescura de un presente recién hecho que nos aleje del vértigo de lo inevitable.

Mucho me temo, sin embargo, que para conseguirlo no nos quedaría más remedio que desconectarnos del mundanal ruido de las noticias políticas y de la cháchara incansable de las redes sociales que, lejos de mostrarnos nuevos horizontes, no dejan de reproducir maneras de un pasado furioso y sombrío. ¿Seremos capaces?

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