Un buen y enigmático colega, a veces indescifrable, me sugiere que cultive la sana evasión a través de ciertos libros. Nada de novelones históricos. Nada de tiempos entre costuras, parches o remiendos. Me habla de la evasión interior, cuando uno abre puertas desde dentro con lo que lee y vuelve a los interrogantes aún no despejados desde que el hombre empezó a desconfiar de la armonía celeste. Por ejemplo, ¿existe Dios?
Me he acordado de este curioso amigo al leer El enigma de Dios. De la fe a la incertidumbre, del veterano periodista Pedro G. Cuartango. Hay libros profundos que son para el verano (si por verano seguimos considerando la impugnación del sentido ordinario del tiempo). Yo lo he leído en un salón a oscuras, bajo las aspas de un ventilador de techo y un animal sintiente, mi perro, a los pies. El libro de Cuartango, a quien tanto suelo leer en sus columnas, merecería una clásica pero no tópica lectura frente al mar, mientras se insinúa el crepúsculo. Sobre todo ahora, en días lánguidos, cuando la luz de las tardes de agosto va decreciendo a medida que anochece discretamente algo más pronto, a semejanza de la edad de uno, cuando también se va columbrando el nadir de la vida. Es de hecho lo que le ocurre al propio autor. A las puertas de la vejez aún duda sobre si existe Dios o si tras la muerte sólo hay el absoluto de la nada.
Si Dios pudiera existir es también porque los que han perdido la fe con los años siguen hoy alumbrando la única certeza posible: la incertidumbre. El también filósofo por formación perdió la fe tras una infancia piadosa, educada en el entorno provinciano de la muy ferroviaria Miranda de Ebro. Vivió la niñez bajo el catolicismo ambiental de una familia de su tiempo. El franquismo imponía su capa de grises a la vida española, pero el misterio de Dios, como sugiere el autor en clave personal, buscaba su propio camino indescifrable al margen de los rigores del nacionalcatolicismo.
¿Existe Dios? Tal vez no haya nada tras la muerte. Igual que no podemos probar con absoluta certeza que la nada sea lo único cierto toda vez que hayamos cruzado el umbral hacia el insondable vacío. Dice Cuartango que ateos y creyentes se parecen. Ambos son maximalistas en la fe y en la increencia de que exista un supremo hacedor. Se declara agnóstico. Por eso duda de que exista Dios precisamente porque podría existir. Aparte de los pucheros teresianos, Dios habita en los intersticios. Y no hay fe verdadera si no entra la duda por la resquebrajadura.
Entre los recuerdos de Miranda de Ebro, la historia de la filosofía y las citas culturales en absoluto farragosas, Cuartango hace de la duda una suma de restas a través de un rico viaje existencial por el tiempo. Aunque agnóstico y proclive a no creer en la vida eterna, al final reconoce que tal vez, en el fondo, puede que siga siendo un “católico escéptico, ligado a los valores del humanismo cristiano”. Uno estaría de acuerdo con él en este punto, con su libro abierto y subrayado frente al mar allí donde el verano nos alcance.
“No existen verdades absolutas porque la conciencia es fruto de la historia en la que los individuos despliegan la existencia. Dios, el gran misterio, queda al margen de esta ecuación”. Con su ojo dentro, el Dios de los cristianos sigue siendo como el triángulo equilátero y trinitario con el que tantas veces ha sido representado, como aparece en la Cena de Emaús, el cuadro renacentista de Portormo. Ese ojo interior podría ser la mirada del Reino que, según el hijo aquel del carpintero, había llegado para habitarnos desde dentro. A veces el Jesús de los evangelios me recuerda al enigmático amigo del que hablaba yo al inicio.
Sartre, Spinoza, Leibniz, Heiddegger, San Agustín, Kant, Albert Camus, Platón, Nietzsche, Pascal, Montaigne… El enigma de Dios, sin olvido del gran cine, la literatura y la música (y hasta el fútbol, con su olor espiritual a camaradería y linimento), es todo un vademécum de cultura rica y abarcadora en torno a la duda de partida. ¿Existe Dios? Disfruten del crepúsculo sobre el mar de agosto.