Los secretos del Castillo de La Calahorra: lo que se puede ver y lo que no

El castillo de La Calahorra es visitable desde el viernes en unas pocas estancias, aunque su laberíntico interior esconde recovecos y misterios cuyas historias están por descubrir

Estancias interiores del castillo de La Calahorra
Estancias interiores del castillo de La Calahorra / Francisco Neyra / PicWild

En el ojo del patio del armas del castillo de La Calahorra se escuchan los graznidos de los grajos. Lo sobrevuelan. Podrían parecer cuervos. El menos avezado los confundiría. Como el día salga gris, a nadie le resultaría extraño que un dragón apareciera de entre las nubes después de abandonar su guarida, por imaginar, en el Pico Alcazaba. Escogieron bien la localización los productores de La Casa del Dragón, la precuela de Juego de Tronos rodada hace ya unos cuántos años en el monumento, que ahora abre sus puertas a los granadinos. Y también a los fans de la serie.

Un paseo por el interior del castillo, que más bien parece una fortaleza, pero que en su interior guarda un palacio renacentista, el primero fuera de Italia, es un auténtico viaje en el tiempo. Más ahora, que está vetusto, destartalado, que sale casi de un abanadono de siglos, pero que domina altivo el Marquesado del Zenete, su llanura, con un macizo de Sierra Nevada que se presenta a su espalda como su guardia pretoriana. Sus secretos, medio milenio escondidos en la noche de los tiempos, ya empiezan a salir a la luz.

Lo que se puede ver

El visitante ya llega abrumado al castillo. Solo subir hasta lo alto del promontorio en el que se asienta, y cómo poco a poco se va haciendo más grandes, estremece. A la entrada la pantalla de un Mac resulta distópica. El mostrador que la sustenta no pasaría el examen de un delineante. Pero sirve. Si hay un momento para ir a ver la fortaleza es ahora que aún está desmaquillada, con sus escaras en forma de solería imperfecta, y con sus grietas en las paredes. La arruga es bella.

Lo primero que hace el visitante es subir unas escaleras que sin solución de continuidad desembocan en el patio de armas, el lugar ahora mismo más bello del interior del castillo. De planta rectangular, jalonado por los escudos heráldicos de la familia que durante medio siglo lo custodió como pudo, y que hunde sus raíces hasta emparentarse con Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Cinco arcos levantados sobre columnas de estilo corintio jalonadas por blasones con la heráldica familiar, y coronados en la parte alta con inscripciones en latín. Desde el patio, dos salas son visitables, la Justicia y Occidente, y a la derecha, se abre una escalera que dirige tanto a una entreplanta, como a la planta superior.

En ella se podrá recorrer el adarve superior, protagonizado por una balaustrada de mármol traído directamente de Carrara en el siglo XV, durante su construcción. En el flanco sur de la primera planta, la única sala visitable es el Salón del Marqués, una estancia que sirvió para rodar algunas escenas de La Casa del Dragón. Un gran salón que roza los veinte metros de largo, presidido por una gran chimenea. En el suelo de la misma permanece el tizne del carbón. También las excreciones de los pájaros que se asoman desde la bocana. Y desde aquí, los secretos. No hay ningún mueble. Parece que la familia vendió o se quedó con lo poco que había. Todo está diáfano.

Lo que no se puede ver

El castillo de La Calahorra engaña. Por fuera parece una fortaleza, por dentro guarda delicados matices artísticos. Pero también decenas de recovecos y rincones que, ahora mismo, no son visitables. Pasadizos, patios interiores inesperados, caminos de ronda cubiertos, escaleras estrechas, puertas de madera que aún no han sido abiertas, y mucha oscuridad.

En el Salón del Marqués, un gran portón da paso a una sala más pequeña. En la esquina superior derecha se abre una puerta que conduce hacia un pequeño y estrecho pasillo en la oscuridad. No se ve nada, solo un pequeño resplandor que abre otro corredor recto, más amplio, con ventanas como para acumular decenas de soldados y defender el castillo. En el suelo, nidos abandonados, excrecencias de pájaro, y una rústica escoba de mango de caña y paja como púas. Como si se la hubiera dejado abandonada una bruja.

Algo llama la atención. A la espalda, en la penumbra se intuye una oquedad en el muro. Hay algo. Una bocanada de aire confirma que hay algo. Encendida la linterna se aparecen unas escaleras. Apenas cabe una persona. El escalón es de tres palmos, de los antiguos. Al subir, al poco la luz del día deslumbra. Cuando el ojo se adapta ya se ve a dónde desembocaban las escalas. Es la cúpula de una de las cuatro torres. La vista del Marquesado se pierde allende el Geoparque. El paseo por el techado es caminar sobre la historia.

El castillo se pierde después de multitud de pequeñas salas y estancias, conectadas por puertas entre abiertas y cerradas. Varias de ellas, abiertas a la vez, dan una visión de pasillo que conecta cuatro estancias de una vista. El paraíso de una escena de misterio.

Un pequeño segundo patio interior, muy medieval, con vigas de madera y lo que parece adobe, abre los secretos del flanco más septentrional del castillo, y da acceso a las torres del lado opuesto. El recinto, en su interior, es laberíntico. En ese punto, otras escaleras bajan en camino al interior del promontorio sobre el que se eleva la fortaleza. Hacia las entrañas de los secretos de la casa Mendoza.

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