García Lorca: Pasión de las tres culturas
El poeta dejó escritas en 1929 sus impresiones, críticas y deseos sobre la Semana Santa en Granada.
Desde luego, se encontrará el viajero con la agradable sorpresa de que en Granada no hay Semana Santa. La Semana Santa no va con el carácter cristiano y antiespectacular del granadino", escribió Federico García Lorca en un texto breve en prosa fechado en 1936. El autor del Romancero gitano, quien dedicara algunos poemas a aspectos relacionados con la Semana de Pasión, se mostraba especialmente crítico con la celebración católica en este breve pero intenso texto. La relación del poeta con la Semana Santa, la más directa, se produjo a causa de su profunda depresión en la primavera de 1929, cuando decide salir en procesión y portar la Cruz de Guía de Santa María de la Alhambra. Dalí le ha puesto distancia al poeta y ya esa primavera no se marchará como en anteriores ocasiones a Cadaqués junto al artista y su familia. Los últimos meses han sido sensiblemente muy duros para García Lorca debido a su tumultuosa relación con el escultor Emilio Aladrén. La relación con el escultor bisexual no era bien vista por sus amigos y compañeros de la Residencia de Estudiantes. En 1928, Federico se desentiende en Madrid de la revista Gallo hasta tal punto que será requerido por el director de la publicación vanguardista, su hermano Francisco García Lorca. Federico, aunque en su interior seguía estando atraído por el joven Dalí, se sentía estrechamente relacionado con el escultor Emilio Aladrén Perojo, que había ingresado en la Escuela de Bellas Artes en 1922, el mismo año que Salvador. Ocho años más joven que Lorca, Aladrén, nacido en 1906, era un chico llamativamente guapo, de cabello negro, ojos grandes y algo oblicuos que le prestaban un aire ligeramente oriental, pómulos marcados y temperamento apasionado. Federico lo había conocido allá por 1925, pero intimaron en 1927. A Lorca le sedujeron el físico, encanto personal y aire «entre tahitiano y ruso», que decía la pintora Maruja Mallo, quien fue novia de Aladrén hasta que vino el momento en que Federico se lo «robó» sin más miramientos.
La mayoría de amigos de Lorca despreciaban a Aladrén como artista y persona, y consideraban que ejercía una influencia muy adversa sobre el poeta. A Federico le encantaba llevar a Emilio a fiestas y presentarlo como uno de los jóvenes escultores españoles más prometedores. La relación levantó los celos en algunos amigos del poeta y fue causa de escenas violentas.
Una joven inglesa llamada Eleanor Dove, llegada a Madrid como representante de la empresa de cosmética Elizabeth Arden, fue la causa de la ruptura de la relación entre el poeta y el escultor. En esa época escribió una carta a José Antonio Rubio Sacristán, uno de sus amigos de la Residencia de Estudiantes, donde dice, entre otras cosas: «Ahora me doy cuenta de qué es eso del fuego del amor del que hablan los poetas eróticos y me doy cuenta, cuando tengo necesariamente que cortarlo de mi vida para no sucumbir».
A su tumultuosa historia de amor se le suma una profunda crisis interna, dudas existenciales y religiosas, una lucha contra su naturaleza y las creencias. En ese territorio y estado emocional, Federico llega a Granada, prácticamente a escondidas, y ya conocedor de su futuro viaje a Nueva York. Consciente el padre del poeta del estado anímico de su hijo, marchó a Madrid donde habló con Rafael Martínez Nadal, amigo de Federico y casi su tutor, y decidieron que lo mejor, a través de Fernando de los Ríos, era poner tierra de por medio y que viajara a la metrópolis estadounidense.
Federico tiene el valor de llevar en procesión la pesada Cruz de Guía de la Cofradía de Santa María de la Alhambra, descalzo y con la cabeza cubierta. Tal ocurrió en la Semana Santa de marzo de 1929. Tuvo que ser un gran sacrificio para Federico, quien no mostraba una especial fuerza física como para bajar y subir luego, tras larguísimo itinerario, las cuestas de la Alhambra y pisar descalzo las piedras de la explanada en la Puerta de la Justicia. El poeta había solicitado el favor de salir de penitente, una petición que le fue atendida, puesto que ni era cofrade entonces ni tenía el traje reglamentario de la cofradía, lo que iba contra las normas. Su petición fue anónima pero la sorpresa vino cuando se presentó en persona en la sacristía y advirtieron los cofrades que se trataba del poeta García Lorca. "Tras una reunión con el hermano mayor de la cofradía, Felipe Campos de los Reyes, se arbitró la fórmula de que saliera llevando una cruz de guía y con la cabeza tapada. No se podía negar a nadie que solicitara salir en la procesión como promesa a la Virgen", según fuentes de la cofradía alhambreña. Al finalizar la procesión, Lorca dejó la cruz en un rincón de la sacristía y sin despedirse de nadie dejó escrita una breve nota en la que se leía "que Dios se lo pague". A los dos meses García Lorca firmó el Boletín de inscripción en dicha Cofradía de Santa María de la Alhambra, con fecha de 20 de mayo de 1929 y con una cuota mensual de una peseta.
El hecho, además de producirse por el estado 'especial' del poeta en aquella primavera, también podría encontrar su explicación en la educación recibida. En su obra abundan las alusiones religiosas a la imaginería popular. En 1924, con 26 años, dibujó aquella Virgen de los Siete Dolores a la que parece ponerle de fondo el Sacromonte; al fin y al cabo tuvo una educación cristiana que aparece en gran parte de sus poemas Lorca realizó sus primeros estudios en el Colegio de los Escolapios de Almería y posteriormente en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús de Granada, acogido a la educación fomentada por los jesuitas y regentado por el conservador y profundamente religioso profesor Joaquín Alemán.
A su penitencia de aquella Semana Santa granadina le siguieron unos poemas demoledores con la jerarquía de la iglesia católica en Poeta en Nueva York, con el ejemplo más emblemático de 'Grito hacia Roma desde el Chrysler Building', un alegato contra el poder papal. No obstante, en el texto de 1936 Federico se muestra crítico y nostálgico a la vez con la que fue su última Semana Santa en Granada. García Lorca denuncia el carácter "comercial" de las procesiones de los años treinta y añora las de su niñez. Señala que las de aquellos últimos años se celebraban "con un afán exclusivamente comercial que no iban con la seriedad, la poesía de la vieja Semana" de su niñez. El poeta rememora "una Semana Santa de encaje, de canarios volando entre los cirios de los monumentos, de aire tibio y melancólico como si todo el día hubiera estado durmiendo sobre las gargantas opulenlas de las solteronas granadinas, que pasean el Jueves Santo con el ansia del militar, del juez, del catedrático forastero que las lleve a otros sitios". García Lorca hace mención a "los altares sembrados de trigo, altares con cascadas, otros con pobreza y ternura de tiro al blanco: uno, todo de cañas, como un celestial gallinero de fuegos artificiales, y otro, inmenso, con la cruel púrpura, el armiño y la suntuosidad de la poesía de Calderón".
Federico describe una casa de la calle la Colcha, donde "se reunían los 'soldaos' romanos para ensayar". Se refería a "gente alquilada: mozos de cuerda, betuneros, enfermos recién salidos del hospital que van a ganarse un duro. Llevaban unas barbas rojas de Schopenhauer, de gatos inflamados, de catedráticos feroces. El capitán era el técnico de marcialidad y les enseñaba a marcar el ritmo, que era así: "porón..., ¡chas!".
El autor de Bodas de sangre pide a sus paisanos "que restauraran aquella Semana Santa vieja, y escondieran por buen gusto ese horripilante paso de la Santa Cena y no profanaran la Alhambra, que no es ni será jamás cristiana, con tatachín de procesiones, donde lo que creen buen gusto es cursilería, y que sólo sirven para que la muchedumbre quiebre laureles, pise violetas y se orinen a cientos sobre los ilustres muros de la poesía".
Por el contrario, según el poeta, "Granada debe conservar para ella y para el viajero su Semana Santa interior; tan interior y tan silenciosa, que yo recuerdo que el aire de la vega entraba, asombrado, por la calle de la Gracia y llegaba sin encontrar ruido ni canto hasta la fuente de la plaza Nueva". El autor de La casa de Bernarda Alba aboga por un peculiar sincretismo granadino: "La prodigiosa mole de la catedral, el gran sello imperial y romano de Carlos V, no evita la tiendecilla del judío que reza ante una imagen hecha con la plata del candelabro de los siete brazos, como los sepulcros de los Reyes Católicos no han evitado que la media luna salga a veces en el pecho de los más finos hijos de Granada. La lucha sigue oscura y sin expresión... ; sin expresión, no, que en la colina roja de la ciudad hay dos palacios, muertos los dos: la Alhambra y el palacio de Carlos V, que sostienen el duelo a muerte que late en la conciencia del granadino actual". El viajero debe percibir ese concepto de la Granada de las tres culturas frente a "las grandes caravanas de turistas alborotadores y amigos de cabarets y grandes hoteles, esos grupos frívolos que las gentes del Albaicín llaman 'los tíos turistas', para ésos no está abierta el alma de la ciudad".
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