El verano de mi vida

"Después de doblar la curva, la imagen del pueblo aparecía como la recordaba"

  • jesús rodríguez alcÁzar Es juez decano de Granada desde 2013, un cargo en el que ya ha sido revalidado mediante el apoyo de sus compañeros. Cercano y dialogante, este magistrado tiene sus raíces en la Alpujarra, donde rememora los largos veranos de su niñez.

El verano o los veranos de mi vida fueron todos aquellos que pasé en mi infancia en Mecina Bombarón, el pueblo de mis padres en la Alpujarra granadina. Cuando terminaba el colegio, a finales de junio nos montábamos los cinco en un seiscientos blanco. El viaje era alegre al principio, pero la carretera era bastante peor que ahora y las curvas acababan dejando huella. A veces parábamos en Trevélez y nos comíamos un bocadillo de jamón que nos asentase el estómago antes de continuar el camino.

Después de unas tres horas, al pasar la recta de la Caseta y después de doblar una curva, la imagen del pueblo aparecía tal y como lo recordaba. Luego llegaba el reencuentro con los amigos, mis abuelos, los tíos y los primos, sobre todo los que venían de Badalona que no veía desde el año anterior. El día que llegaban habían salido de madrugada en su coche, y por la tarde esperábamos verlos aparecer por la carretera que viene de Yegen.

Para alguien de ciudad, el pueblo era un espacio de total libertad, donde te dejaban a tu aire"

Para alguien de ciudad, el pueblo era un espacio de total libertad, donde los padres te dejaban a tu aire, y los tiempos sólo venían marcados por la hora del almuerzo y de la cena, que mi madre se encargaba de recordar desde la ventana de la casa a voces, y cuando no daban resultado dejando el recado a todo aquel que pasara por la calle.

El pueblo permitía visitar el río y su puente romano, las acequias bordeadas de castaños y las eras. Para la piscina había que caminar entonces ocho kilómetros hasta Cádiar, atrochando por Narila, y luego regresar en la Alsina de la tarde con toda la espalda quemada por el sol.

También recuerdo la biblioteca que cuidaba Emilio Benegas y que abría todas las tardes a las 5, aunque normalmente había que buscarlo mientras paseaba por la carretera. Era una sala con no mucha luz, con una mesa larga en el centro y otra mesa de despacho para él, y muchas vitrinas y recovecos a los que les faltaba limpiar el polvo y las telarañas. Era una biblioteca llena de libros con bastantes años sobre ellos, y otros nuevos metidos en cajas en las que había que rebuscar, pero hizo su función. Las únicas obligaciones que tenía a lo largo del día eran los recados a las tiendas de María y de la Conda, o ir por leche de vaca al lado del cuartel.

Para los chicos de mi edad el verano no era tan feliz, había mucho trabajo en el campo y todas las manos eran pocas. Nuestro único contacto con la agricultura esperaba sin embargo al mes de septiembre, cuando dedicábamos dos o tres semanas a recoger almendra con mi padre, y luego a descascararla a mano para recibir un duro por cada cesta de almendra limpia completada.

Aquello además nos permitió, hasta que llegué al instituto, empezar el colegio a principios de octubre, ya que la almendra se juntaba con las fiestas de San Miguel. El regreso lo hacíamos el día 30 de septiembre por la tarde, casi siempre cuando a la vez estaba en marcha la carrera de cintas en la carretera, con mucha gente en la calle y los coches de choque funcionando. Algún año esperamos para volver al primer día de octubre, y la mezcla de fin de fiestas con fin del verano me resultaba lo más triste del año con diferencia.

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