"Después de doblar la curva, la imagen del pueblo aparecía como la recordaba"

El verano de mi vida

jesús rodríguez alcÁzar Es juez decano de Granada desde 2013, un cargo en el que ya ha sido revalidado mediante el apoyo de sus compañeros. Cercano y dialogante, este magistrado tiene sus raíces en la Alpujarra, donde rememora los largos veranos de su niñez.

Rodríguez Alcázar rememora los veranos de su infancia, con "total libertad", en Mecina Bombarón.
Rodríguez Alcázar rememora los veranos de su infancia, con "total libertad", en Mecina Bombarón. / G. H.

14 de agosto 2018 - 02:36

El verano o los veranos de mi vida fueron todos aquellos que pasé en mi infancia en Mecina Bombarón, el pueblo de mis padres en la Alpujarra granadina. Cuando terminaba el colegio, a finales de junio nos montábamos los cinco en un seiscientos blanco. El viaje era alegre al principio, pero la carretera era bastante peor que ahora y las curvas acababan dejando huella. A veces parábamos en Trevélez y nos comíamos un bocadillo de jamón que nos asentase el estómago antes de continuar el camino.

Después de unas tres horas, al pasar la recta de la Caseta y después de doblar una curva, la imagen del pueblo aparecía tal y como lo recordaba. Luego llegaba el reencuentro con los amigos, mis abuelos, los tíos y los primos, sobre todo los que venían de Badalona que no veía desde el año anterior. El día que llegaban habían salido de madrugada en su coche, y por la tarde esperábamos verlos aparecer por la carretera que viene de Yegen.

Para alguien de ciudad, el pueblo era un espacio de total libertad, donde te dejaban a tu aire"

Para alguien de ciudad, el pueblo era un espacio de total libertad, donde los padres te dejaban a tu aire, y los tiempos sólo venían marcados por la hora del almuerzo y de la cena, que mi madre se encargaba de recordar desde la ventana de la casa a voces, y cuando no daban resultado dejando el recado a todo aquel que pasara por la calle.

El pueblo permitía visitar el río y su puente romano, las acequias bordeadas de castaños y las eras. Para la piscina había que caminar entonces ocho kilómetros hasta Cádiar, atrochando por Narila, y luego regresar en la Alsina de la tarde con toda la espalda quemada por el sol.

También recuerdo la biblioteca que cuidaba Emilio Benegas y que abría todas las tardes a las 5, aunque normalmente había que buscarlo mientras paseaba por la carretera. Era una sala con no mucha luz, con una mesa larga en el centro y otra mesa de despacho para él, y muchas vitrinas y recovecos a los que les faltaba limpiar el polvo y las telarañas. Era una biblioteca llena de libros con bastantes años sobre ellos, y otros nuevos metidos en cajas en las que había que rebuscar, pero hizo su función. Las únicas obligaciones que tenía a lo largo del día eran los recados a las tiendas de María y de la Conda, o ir por leche de vaca al lado del cuartel.

Para los chicos de mi edad el verano no era tan feliz, había mucho trabajo en el campo y todas las manos eran pocas. Nuestro único contacto con la agricultura esperaba sin embargo al mes de septiembre, cuando dedicábamos dos o tres semanas a recoger almendra con mi padre, y luego a descascararla a mano para recibir un duro por cada cesta de almendra limpia completada.

Aquello además nos permitió, hasta que llegué al instituto, empezar el colegio a principios de octubre, ya que la almendra se juntaba con las fiestas de San Miguel. El regreso lo hacíamos el día 30 de septiembre por la tarde, casi siempre cuando a la vez estaba en marcha la carrera de cintas en la carretera, con mucha gente en la calle y los coches de choque funcionando. Algún año esperamos para volver al primer día de octubre, y la mezcla de fin de fiestas con fin del verano me resultaba lo más triste del año con diferencia.

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