El verano de mi vida

"Terminaba el colegio y ya estaba con mi pensamiento al borde del mar..."

  • Antxon alberdi Director del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA), dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y en el que es investigador desde 1997. Recuerda sus veranos en Pasajes (San Sebastián), el mar, el olor a salitre y a la familia.

Antxon Alberdi es director del IAA.

Antxon Alberdi es director del IAA. / álex cámara

Terminaba el colegio y ya estaba con mi pensamiento al borde del mar. Siempre he añorado el mar. En cuando me entregaban las notas, mi hermano pequeño y yo poníamos rumbo a la casa natal de mi madre. Era en Pasajes San Pedro, un pequeño pueblo pesquero al lado de San Sebastián, separado de Francia por el monte Jaizkibel. Allí nos esperaba el cariño de mis tías, la leche del caserío recién ordeñada que traían a primera hora de la mañana, la terraza con vistas a la bahía, el olor a salitre … y los amigos que nos reencontrábamos cada mes de julio. La bahía de Pasajes (Pasaia en euskera) está esbozada por tres pueblos: San Pedro es el puerto de bajura, donde atracan los pesqueros de anchoas y sardinas, que salían de noche y volvían de madrugada. Allí atracan también los atuneros, que realizan mareas de hasta dos semanas; San Juan era el puerto de los bacaladeros, y digo 'era' y no 'es' porque los bacaladeros ya no vuelven a puerto. Se quedan en su banco de pesca, en Terranova, y envían el pescado a la lonja en aviones o en camiones frigoríficos; y Antxo es el puerto donde atracan los grandes barcos que transportan chatarra y vehículos. Y en medio, la bahía de Pasajes, con una entrada bellísima y muy complicada para los barcos grandes. Salen a recogerlos el práctico y los remolcadores, que los llevan hasta su punto de amarre, con unas maniobras casi artesanales.

Julio en Pasaia era un mes inolvidable. Por la mañana temprano, me encargaba de llevar los encargos que habían recibido mis tías en su pequeña tienda de ultramarinos. Se vendía prácticamente todo a granel, hasta las galletas para el desayuno, vendidas en bolsas de papel estraza en paquetes de unos pocos cientos de gramos. Iba de casa en casa, entregando la fruta, el pan, el periódico, a cambio de una pequeña propina. Cuando terminaba los recados, empezaba la diversión. Un rato en el frontón, otro nadando en la bahía, desde San Juan a San Pedro, ida y vuelta, tras mirar que no viniera ningún barco, ni ninguna motora, que es el medio de transporte que sigue utilizando los vecinos para ir de un pueblo a otro. Era un trayecto de cinco minutos, siempre nerviosos y tensos. Al principio nadábamos en compañía de algún amigo mayor. No me puedo olvidar del primer día que crucé la bahía de una costa a la de enfrente. Objetivo cumplido, pensé. Y desde entonces, era una rutina que se repetía a diario, tratando de hacerlo cada vez más rápido o de ganar a un amigo en el empeño.

Por la mañana, me encargaba de llevar los encargos que habían recibido mis tías en su pequeña tienda"El fin de semana era distinto: a la playa con mis tíos y primos, a disfrutar del siempre bravo Cantábrico"

El fin de semana era distinto: a la playa con mis tíos y primos, a disfrutar del siempre bravo Cantábrico. Y como era temporada de traineras, nos íbamos en un remolcador allí donde se celebraran las regatas. Las seguíamos desde fuera de la bahía, viendo como todas las traineras tomaban las ciabogas y acompañando a las últimas hasta llegar a meta.

Y así durante muchos años, muy felices. Siempre estaba contando los días: durante el curso, los que me faltaban para volver; durante el verano, los que todavía me quedaban por disfrutar ...

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