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Yánover, el librero establecido

  • Este gran poeta argentino fue autor de unas deliciosas memorias donde dejó hablar a las dos figuras básicas de una librería: el cliente y el tiempo

En la añorada librería Rialto, que se ubicaba en la sevillana plaza del mismo nombre, aunque el callejero la llame Jerónimo Hernández, la librera Belén Rubiano regalaba con cada compra un punto de lectura color hueso que recogía, en una grata tinta verde, el siguiente texto: "Tengo que rendir un digno y justo homenaje. Lo mejor de una librería no es el libro ni lo que el libro pueda llegar a significar; no son, por supuesto, ni las estanterías ni los proveedores. Lo mejor de una librería son los clientes de las librerías. Son los habitués, los lectores, los amigos, los compradores de libros. A ellos, porque son hermosos y hacen posible la belleza, yo les doy un abrazo, emocionado". Y debajo venía una firma: H. Yánover. Probablemente gracias a estos puntos de lectura algunos aficionados a la lectura supimos de la existencia de Héctor Yánover, "librero establecido", como solía firmar, y destacado en una ciudad con muchos libreros, Buenos Aires, y rápidamente simpatizamos con él, porque sabíamos que debía de ser, o había sido, un librero como Belén Rubiano, de los que han leído mucho pero no dan lecciones ni pontifican sobre sus lecturas, de los que descubren al lector vocacional con sólo intercambiar dos palabras, de los que empeñan lo que no tienen montando una librería y no renuncian a hacerlo pese a los reveses económicos y las sempiternas crisis del sector, porque en la charla con los habitués y en el descubrimiento de un verso o un párrafo de un autor novel les va la vida entera.

Héctor Yánover nació en Alta Gracia el 3 de diciembre de 1929. Descendía, como tantos argentinos, de judíos emigrados del Este europeo entre finales del siglo XIX y principios del XX. En diciembre de 1950 llegó a Buenos Aires (como su padre murió en otro diciembre solía bromear con que ese era "su mes mágico") quizá con un no oculto afán por hacerse un hueco, un nombre, en las siempre pobladas letras argentinas. En 1951 publicó Hacia principios del hombre, el primero de sus seis libros de poemas, y no era extraño verlo dar recitales con otros poetas de su generación, pero desde que entró a trabajar en una librería ese mismo año su destino quedó decidido y supo que sus afanes literarios quedarían para siempre supeditados a los librescos, lejos de ese modelo tan suramericano de escritor-librero temporal, que sabe que su Trabajo o Arte está por encima de sus trabajos, sus artes (y que va desde su contemporáneo Isidoro Blaisten hasta escritores de hoy como Sergio Galarza). Años después fundaría su propia librería, La Norte, en Las Heras con Pueyrredón, que se hundiría y volvería a renacer, porque Yánover se arruinó más de una vez con el eterno mal negocio de los libros.

Durante casi cuarenta años fue librero y cuando dejó de serlo los libros volvieron a cruzarse en su camino: primero al frente de las Bibliotecas Municipales de Buenos Aires y luego de la Biblioteca Nacional (no porque estuviera ciego, como Groussac o Borges, antecesores suyos, sino porque por una vez pensarían que qué mejor zapatero para aquellos zapatos...). También condujo programas sobre literatura en televisión y el último de ellos, de poesía, murió por falta de patrocinio, no sin que antes el imaginativo Yánover intentara mantenerlo en antena gracias a las suscripciones de sus pocos espectadores (un anticipo del actual crowdfunding). Visto como un curioso librero, o una figura menor, lateral, en el vanidoso mundo de las letras, sólo a partir de su muerte, ocurrida el 8 de octubre de 2003, sus clientes, sus espectadores, sus escasos lectores, descubrieron cuánto lo echaban de menos.

Por sobre otros empeños a los que lo llamó la vida, Yánover fue ante todo librero. Así lo proclama en dos libros que le editó otro judío argentino, Mario Muchnik, y que son una delicia: Memorias de un librero (escritas por él mismo) y El regreso del Librero Establecido. En ellos Yánover no habla de sí mismo ni cuenta sus venturas y apreturas como mercader de libros, no llora sus desgracias o alaba sus aciertos (eso a lo que tan propensos son los editores, tan memoriosos en los últimos tiempos, incluido también el feliz editor paisano de Yánover), no relata el pormenor de sus quehaceres literarios (como tantos escritores con sus vidas -aburridas- transcritas), tan sólo deja hablar a las dos figuras básicas de una librería: el cliente y el tiempo. El cliente es una fuente inagotable de anécdotas que Yánover recoge con paciencia. Como aquel que pidió "los Cuentos completos"; "¿de quién?", preguntó el librero; "¿cómo, hay muchos con el mismo título?". O aquel que entró decidido y dijo: "¿Me da algún libro de Kafka? No importa cuál. Sólo quiero saber por qué dicen que éste es un país kafkiano". O aquel otro que, cuando el librero le dijo que un libro que se estaba vendiendo mucho era la Historia de la estupidez humana, preguntó: "¿Tiene idea de la temática?". O ese otro que entra un día y le confiesa al librero, sin venir a cuento: "Yo no nací hijo de puta, fue la sociedad la que me hizo así". O el otro, por último, que luego de ver un reportaje que le hicieron a Yánover en la televisión lo felicita y le dice: "Usted, siempre haciendo por su posterioridad".

Y el tiempo. Ese tiempo aletargado entre cliente y cliente que el buen librero dedica a leer, a dejar de lado esos novelones publicitados que venden y venden y, sin embargo, se niegan a recomendar, o a pensar. Yánover no lo perdió y recoge en sus libros anécdotas leídas, como la de una señora que se acercó a Manuel Mujica Lainez diciéndole que había leído todos sus libros y que el que más le gustaba era Sobre héroes y tumbas (como saben, de Sabato, léase Sábato), a lo que el escritor respondió: "Pues fíjese, es el que menos trabajo me ha costado escribir". O erratas y errores con gracia, como esa frase de cierto reportaje de El País que, a propósito de la tasa de mortalidad de un lugar, decía que era "de un muerto por persona". O apunta pensamientos ajenos o propios como estos: "La única diferencia entre el cielo y el infierno es que en el cielo se lee poesía y en el infierno te la explican" o "Cuando un texto se puede escribir de distintas maneras es que no hay manera de escribirlo". Y reseña vivencias que resumen el clima que sabe crear este tipo de libreros, como aquella de un cliente con el que, atendiendo a su pedido, abrió un día la librería y que a las dos horas le mandó un ramo de flores dándole las gracias por permitirle "aspirar el primer olor de la mañana en una librería".

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