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Homenaje a Roland Barthes

  • Hoy se cumple el trigésimo aniversario del fatídico accidente que se llevó por delante, como el vehículo a su cuerpo, la vida de este gran intelectual francés, uno de los más influyentes de la segunda mitad del siglo XX

No deja de ser llamativo que las aproximaciones a Roland Barthes se hagan (o las hayamos hecho) a través del estupor causado por su muerte. Tal perspectiva, hoy, es obligatoria; este 25 de marzo se cumple el trigésimo aniversario de la fatídica jornada que se llevó por delante, como el vehículo al cuerpo, la vida de este gran intelectual francés, posiblemente uno de los más influyentes en la escena europea de la segunda mitad del siglo XX. Su importancia quizás explique nuestro estupor pues, si aquel coche no hubiera roto la persona de Barthes, ¿qué preciosas aportaciones no habría hecho a un terreno, tan necesitado de empeños semejantes, como el del pensamiento? A pesar del malestar, quienes lo admiramos estamos de enhorabuena; por una vez -y esto debe agradecerse al sello Paidós- el lector español tiene a su disposición prácticamente la opera omnia de Barthes. Hace un año, la editorial decidió consagrarle una Biblioteca que ha alcanzado ya los siete volúmenes.

Coincidiendo con la efeméride llega a las librerías el séptimo de ellos, un texto inédito que apareció el año pasado en Francia, Diario de mi viaje a China, redactado con motivo del viaje de tres semanas que, en 1974, Barthes y varios amigos organizaron con destino al gigante asiático. La estrategia es similar a la de Diario de duelo, otro inédito recuperado recientemente, en el cual Barthes levantó acta del desgarro existencial provocado por el fallecimiento de la madre; al igual que éste, Diario de mi viaje en China está escrito en estado de alerta. El autor no quiere caer en las convenciones típicas de la literatura de viajeros y adopta un estilo discontinuo y enumerativo, una distancia brechtiana respecto a ese país, ese mundo, que le permite recoger vívidas impresiones ("Parecen tener miedo de las relaciones entre ellos. No se las ve"), vívidos retratos ("Manos finas. Ojos que bizquean. Caras picadas de viruela"), y no las previsibles postales de correcaminos o escribidores menos avisados. Es una cuestión de mirada. En el momento de mirar a donde todos miran debemos intentar ver lo que los demás no ven. Más aún, Barthes confiesa: "No sé lo que es -me resisto a- mirar lo que a priori se da como digno de ser mirado, lo que no puedo sorprender".

Paidós ha relanzado asimismo una propuesta inclasificable como Roland Barthes por Roland Barthes (conjuntamente a La cámara lúcida), un ejercicio autobiográfico tan inesperado como insólito. El erudito quizás ceda protagonismo al hombre, pero no se baja del escenario. Barthes se toma a sí mismo como material de análisis (de ahí el uso de la tercera persona), se toma a sí mismo como enunciado, y traza un recorrido sobre su existencia a través de catas en el recuerdo, pequeños fragmentos desgajados del árbol de la memoria, y de aforismos y reflexiones, hilos sueltos de una madeja huidiza, sobre un individuo llamado Barthes que pueden extrapolarse al resto, como refrendando aquel axioma borgiano: "Lo que le pasa a un hombre le pasa a todos los hombres". Y es que más allá de la circunstancia de cada cual, hay unos mecanismos, unas respuestas fijas (atracción o rechazo, deseo o miedo, alegría o hastío, esperanza o decepción, certeza o duda) que nos igualan. No hay egoísmo, aunque Barthes diga que sí. No hay amago de justificación o de enmienda, algo habitual en el género memorialístico; no se pretende adecentar una figura pública, sino comprenderla.

Roland Barthes siempre sostuvo que la escritura era, para él, un motivo de goce, pero también una toma de posición y una responsabilidad. Todo ello se halla a manos llenas en unos textos que renuevan la curiosidad, remozan ese gozo y contagian un afán de sinceridad y rigor encomiables. La conclusión es sencilla: Roland Barthes es uno de esos escritores que mejoran al lector.

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