El Observatorio

josé Carlos Del Toro

Europa

CUANDO nos vendieron Europa, cuando decidieron que teníamos que entrar en Europa, yo albergaba todo tipo de dudas. Aquello era un dogma: o entrábamos en Europa o sucumbíamos como país en la ignominia, la miseria, la pobreza y el desdén de la comunidad internacional. A mí me chirriaba -nada es blanco ni negro; siempre hay grises- pero hubo que aceptarlo. Sin embargo, he de reconocer que con el paso de los años; con el reconocimiento profesional de nuestros colegas; con el cese de las típicas preguntas sobre los toros y la siesta por las que te veías obligado a sacudirte la caspa original, empecé a verle algo de sentido a esto de ser europeos. Ya no hacía falta cambiar divisas para cruzar el continente. Incluso en América te decían, "claro, ¡es que vosotros los europeos…!" como si todos viniéramos ungidos por el don de lenguas o el bálsamo beatífico de la protección social universal.

Y uno, débil, empezó a creérselo. Comenzó a ilusionarse en un futuro de prosperidad para sus hijos en el que las fronteras fueran cada vez más difusas, pero en el que, a la vez, la diversidad cultural heredada durante tantos siglos permaneciera como lo que es, una enorme riqueza común. En el que la alegría de vivir del sur contaminara al norte y en el que la eficacia y la eficiencia norteñas se infiltrara en latitudes meridionales. Pero claro, la dura realidad lo vacuna a uno con rotundidad y precisión. No podemos vivir en la nube ilusoria del espacio democrático más grande del mundo, porque en realidad no es más que el espacio demagógico más grande del mundo. Un continente en el que eufemismo se ha hecho dueño del discurso de los políticos y, lo que es peor, de los medios de comunicación. Un continente gobernado por unas élites que no se eligen por voto directo salvo por la población de sus respectivos estados, con lo que prevalece el interés de los estados y no el de los individuos. Un continente (que ni siquiera lo es) en el que los votos de toda la población solo alimentan un teatro, el parlamento, sin poder real efectivo por mucho que se desgañiten el puñado de miembros bienintencionados (que me consta los hay).

Y lo que más me duele: una Europa en la que si eres niña gitana te echan de Francia, si eres rumano o búlgaro te repatrían desde el Reino Unido, si estás parado, aunque seas (luxemburgués, si cabe), quieren expulsarte de Alemania y si eres negro africano y consigues eludir las concertinas o sobrevivir a ellas te devuelven a Marruecos sin siquiera identificarte. Oiga, a mí que me borren. O esto cambia o no quiero ser europeo.

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