La tribuna

Agustín Ruiz Robledo

La inquina de un juez

Jeremías Bentham teorizó en el siglo XIX sobre las dos perspectivas que puede adoptar el jurista en relación con la ley, la del expositor que cuenta lo que la ley dice y la del censor que señala sus fallos. Casi todos los juristas adoptamos siempre que podemos la elegante segunda perspectiva, criticando los errores de nuestras leyes. Así, el Código Penal "de la democracia" ha sido tan vapuleado por la doctrina que he tenido ocasión de asistir a una brillante conferencia de uno de sus propios padres intelectuales cuyo tema central no era otro que criticarlo. Por tanto, a nadie de nuestro mundillo le puede sorprender que se critique la nueva Ley Orgánica 3/2007 que convierte en delito el hecho objetivo de conducir con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0,60 miligramos por litro. No son pocos los juristas que comparten con José María Aznar y muchos particulares una opinión del siguiente tenor: se criminaliza una conducta "convertida por nuestra cultura en un acto social y que relega a verdaderos estados de ruina personal a quien haya acudido a una simple celebración y tenga la desgracia de ser pillado con el estricto índice legal".

Ahora bien, si esta frase puede incluirse en un estudio académico, en una reunión con vinateros o en una intrascendente columna de opinión sin quebrantar ninguna norma jurídica, otra cosa sucede cuando quien hace este juicio de valor es un juez en una sentencia, como ha hecho el titular del Juzgado de lo Penal número 1 de Granada: es una clara vulneración del ordenamiento jurídico porque la función del juez es aplicar la ley, no criticarla. En las sentencias no hay espacio para el censor y sí para el expositor; como aprendimos de estudiantes: el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley (Montesquieu), el juez garantiza la seguridad jurídica (Jefferson), el juez está sometido al imperio de la ley (art. 117 de la Constitución), etc. Rotundamente lo expresa el propio Código Penal: el juez acudirá al Gobierno para exponer la conveniencia de la derogación de una ley "sin perjuicio de ejecutar desde luego la sentencia, cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resulte penada una acción que, a su juicio, no debiera serlo" (art. 4). Eso, o dirigirse al Tribunal Constitucional para que expulse al artículo 379 del Código del ordenamiento jurídico.

La sentencia del Juzgado número 1 no se limita a criticar la tipificación del delito contra la seguridad vial y los controles de alcoholemia, sino que acaba absolviendo al acusado. Para llegar a este punto, no invoca su conciencia personal como hacía aquel juez de familia -también granadino- que en los años ochenta negaba el divorcio porque era contrario al Derecho Natural, sino que se apoya en la Constitución para hacer un sutil razonamiento: el artículo 14 de la Constitución garantiza la igualdad y el Código Penal prohíbe conducir bajo el efecto tanto del alcohol como de las drogas; por consiguiente, el hecho de que abunden los controles de alcoholemia y sean inexistentes los de droga supone una violación de la igualdad. Y si la Policía viola la igualdad, el juez tiene que absolver. Por lo que veo en los foros de internet, el argumento cuenta con bastante apoyo social, pero debe ser incorrecto en algún punto pues conduce al absurdo de no poder condenar a casi nadie, ya que en cualquier proceso se podría alegar que la policía persigue a unos delincuentes más que a otros, incumpliendo así la igualdad: los acusados de fraude fiscal serían absueltos porque las inspecciones se concentran en las grandes empresas; como el delito contra la seguridad en el trabajo no se persigue aisladamente sino sólo cuando se produce muerte o lesión del trabajador, habría que declarar inocente a cualquier acusado de este delito, etc. En fin, que podríamos decir como en la nueva película de Michael Moore: ¡Todos a la calle!

En fecha tan temprana como en junio de 1982 el Tribunal Constitucional tuvo que afrontar este argumento de por qué a mí sí y a mi vecino no y lo resolvió de la única forma razonable, declarando que no existe un derecho a la igualdad en la ilegalidad, pues la comparación "ha de ser dentro de la legalidad, y sólo ante situaciones idénticas que sean conformes al ordenamiento jurídico, pero nunca fuera de la legalidad (STC 37/1982, de 16 de junio). Por eso, y por algunos motivos más en los que ahora no me detengo (como considerar que la prueba de alcoholemia sólo será válida si se acompaña de otra de consumo de estupefacientes, lo que viola el principio de legalidad penal) me parece que el futuro de la sentencia del Juzgado de lo Penal número 1 debe ser su anulación por la Audiencia de Granada, como el de otras tres sentencias similares que al parecer su señoría ha dictado ya, siempre criticando la "inquina persecutoria de los obsesivos controles de alcoholemia".

Admitamos que el director general de Tráfico y sus subordinados tengan inquina y obsesión contra los bebedores, admitamos que se equivocan no poniendo el mismo número de controles antidroga que antialcohol, como reflejan algunas pruebas piloto en las que se ha podido advertir que mientras el 8% de los conductores habían tomado estupefacientes, sólo el 3% habían consumido alcohol. Admitamos todo eso. Y después de admitirlo, agreguemos que ninguno de esos motivos es suficiente para absolver a un conductor con una tasa de alcohol en el aire de más de 0,60 mg/l; por mucho que el juez pueda tener inquina personal contra los molestos controles de alcoholemia, que algo tendrán que ver con el descenso del número de muertos en las carreteras de los últimos años.

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