Mar adentro

milena Rodríguez / gutiérrez

El juego de votar

LOS británicos han votado marcharse de la Unión Europea. Asustados con su voto, sin embargo, ya han recogido 3 millones de firmas pidiendo votar otra vez para poder quedarse. Se sienten engañados, no sabían realmente lo que votaban, dicen. Estas cosas pasan cuando un país vota alentado por políticos irresponsables, populistas, mesiánicos, sin saber muy bien qué ni para qué vota. Y es que tan nefastos y peligrosos son los políticos que impiden las votaciones de los ciudadanos como aquellos que las utilizan perversamente, alentándolas en todo momento como una especie de juego que se puede jugar con alegría de cualquier manera; un juego, aparentemente, democrático y sin consecuencias.

En España conocemos también políticos de esa clase, esos que proponen sin cesar jugar al juego del voto: votar para decidir, por ejemplo, a qué hay que llamar patrimonio en una ciudad como Granada (si a la gente no le parece bien, ¿por qué habría que considerar a la Alhambra o al Albayzín como patrimonio?); o votar para saber si todos los ciudadanos que viven en el mismo país quieren, de verdad, seguir viviendo en el mismo país (¿por qué un país tendría que seguir siendo el mismo si hay una mayoría -la mitad, tres quintos, qué más da- que vota separarse?). El juego de votar, ese juego infantil, es un juego cómodo, relajado, donde el jugador votante puede abandonarse, dejarse llevar por sus emociones, por sus deseos más recónditos, por la posibilidad imposible. En el juego de votar no manda la razón. El jugador votante es un niño que no tiene que pensar en las consecuencias de sus actos. Porque en el juego de votar lo que vale, lo único que vale, es lo que dice la mayoría, la gente emocionada pegada a su mágica papeleta, esa gente unida que siempre va a tener razón, porque para eso es mayoría, y lo que la mayoría dice será siempre justo, democrático, verdadero.

A los que venimos de países en los que no se vota nunca, en los que los que mandan impiden votar, nos repugna profundamente el juego del voto. Precisamente porque sabemos lo que vale, lo que cuesta votar. Y sabemos, también, que al juego del voto no se juega impunemente. Juegas y juegas porque crees que no pasa nada. Pero un día pasa, como le ha pasado a los británicos. Ellos, que tuvieron a Freud viviendo entre ellos, olvidaron algunas de sus enseñanzas, como esa que hoy estarán recordando: "A los espíritus del mal no hay que invocarlos".

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