La tribuna

Óscar Eimil

Chivos expiatorios

LA Historia de la Humanidad -que, dicho sea de paso, debería tratarse con mucho más interés en los planes de estudios de nuestros hijos- enseña, con toda claridad, que cuando una comunidad política se encuentra, en algún momento de su devenir histórico, con verdaderos problemas de subsistencia, siempre intenta, a través de algunos de sus líderes, buscar un chivo expiatorio a quien echarle la culpa de todos sus males.

En la mente de todos está lo ocurrido en Centroeuropa en el periodo de entre guerras, cuando, tras el colapso económico y político de la República de Weimar, el resurgimiento del Imperio Alemán se apoyó, sin rubor, en la criminalización de una raza, tan inocente como todas las demás.

Hoy, cuando a nuestra vieja Europa se le acumulan los problemas, asistimos, a veces atónitos, a ciertos fenómenos de criminalización de las minorías, que deberían hacernos reflexionar sobre la deriva en la que estamos instalados, y sobre el cambio de rumbo que necesariamente tenemos que dar si no queremos que las cosas se pongan todavía mucho más feas.

Y no les hablo en este caso -aunque podría perfectamente hacerlo- de lo que está sucediendo en Francia con los miembros rumanos y búlgaros de la etnia romaní, sino de lo que está pasando aquí, en lo más profundo de nuestra sociedad, a propósito de los extranjeros que comparten con nosotros el disfrute de nuestra tierra.

Algunos recordarán que el Consejo de Ministros del día 30 de diciembre de 2004 -celebrado cuando muchos pensaban que en España había riqueza para todos- aprobó el llamado Decreto Caldera -por el apellido del afortunado ministro de Trabajo que dejó de serlo a tiempo-, o lo que es lo mismo, el Reglamento de Extranjería actualmente vigente, que fue consensuado por el Gobierno con los agentes sociales y con todos los grupos políticos excepto con el Partido Popular, y que terminó con los titubeos que había mantenido, hasta ese momento, la política española de inmigración, al decantarse definitivamente por la llamada política de "papeles para todos". Esta política, aparentemente progresista, ha traído como previsible consecuencia que España se haya convertido en el líder europeo en porcentaje de inmigrantes respecto al total de la población.

Así, a finales del año 2004 residían legalmente en España 2.000.000 de extranjeros, que, tras la apertura del proceso de regularización que trajo consigo el mencionado decreto, se convirtieron en 3.200.000 en 2006 y en 5.000.000 en 2010.

Paralelamente, de los 3.000.000 de extranjeros que vivían realmente en España en 2004, hemos pasado a los casi 6.000.000 del año 2010, de los que la comunidad más numerosa es la rumana con casi 850.000 residentes, seguida de cerca por la marroquí con 750.000.

Esta abrumadora llegada de extranjeros a nuestro país, que ha tenido lugar en un brevísimo periodo de tiempo, está produciendo en España lo que muchos nos temíamos, hace ya años, que se iba a producir: un sentimiento de rechazo peligroso, profundo y progresivo que, como una bola de nieve, se está instalando en nuestra sociedad, me temo que para quedarse.

Es, en este sentido, muy llamativa, una encuesta publicada recientemente por el Financial Times, en la que se asegura que seis de cada diez españoles -un 60%- consideran que la llegada de inmigrantes ha convertido al país en "un sitio peor para vivir", y que nuestra sociedad es la segunda más hostil del continente a los extranjeros residentes, a escasa distancia de la británica, que ocupa el primer lugar.

Esta encuesta no hace más que confirmar la tendencia apuntada ya en los últimos datos publicados por el Observatorio del Racismo del Ministerio de Trabajo, según el cual un 37% de los españoles son reacios a la inmigración, un 33% tolerantes y un 30% ambivalentes, siendo precisamente los grupos nacionales más numerosos -rumanos y marroquíes- los que los españoles ven con mayor disfavor.

A nadie puede sorprender que la sociedad española haya evolucionado en estos años, en materia de extranjería, en una dirección que, desde luego, no es la deseable. Sin embargo, no creo que ningún responsable político o social pueda pedirle más a la ciudadanía. Si algo resulta verdaderamente sorprendente es que las encuestas no muestren un rechazo todavía mayor hacia los extranjeros, teniendo en cuenta el gran esfuerzo de integración que ha supuesto incorporar a nuestras vidas a tantas personas con costumbres diferentes y, sobre todo, en tan poco tiempo.

Como corolario de toda esta reflexión nos queda el demandar a nuestros dirigentes políticos y sociales sensatez, visión de futuro y una cierta capacidad de previsión.

De sus equivocadas decisiones de entonces, vienen los problemas de integración de ahora, que o mucho me equivoco o no han hecho más que empezar. Al tiempo.

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