La tribuna

Antonio Porras Nadales

Las leyes 'proclamáticas'

EL reciente varapalo del Consejo Consultivo andaluz a la Ley del Olivar parece incidir nuevamente en un aspecto problemático que viene afectando a nuestra producción legislativa. Y es que ahora las leyes no resultan ser, como antaño, un conjunto sistemático de mandatos normativos, sino una serie de proclamaciones, aseveraciones o postulados discursivos, bastante ajenos a los contenidos prescriptivos propios de una norma jurídica.

Ya ha pasado lo mismo con otras leyes, como la ley de economía sostenible, cuajada igualmente de posicionamientos o proclamaciones, con la ambiciosa pretensión de operar una transformación cualitativa sustancial de nuestro sistema económico. O también en parte con la ley de memoria histórica, que aspiraba a una especie de reescritura de nuestra propia historia con la noble pretensión de introducir a posteriori unos principios operativos de justicia.

No se trata, por lo tanto, de una original novedad sino de una tendencia sustancial que afecta al soporte instrumental a través del cual nuestros gobernantes (los legisladores que componen la mayoría) pretenden transformar la realidad. Durante la segunda mitad del siglo XX la estrategia consistía en que se intentaba transformar la realidad mediante el intervencionismo público, o sea, mediante la acción del gobierno y las administraciones: las leyes intervencionistas se caracterizaban entonces por contener toda una serie de normas programáticas que establecían los fines o los objetivos orientadores de la acción pública. No eran, pues, auténticas normas prescriptivas o mandatos normativos en sentido puro, sino normas orientadoras o finalistas, que a veces adolecían de un inevitable voluntarismo.

Parece que ahora la labor de diseño legislativo da un paso más: ya no se trata de formular horizontes de futuro (que deben alcanzarse mediante la acción de los poderes públicos y la colaboración constructiva de los ciudadanos), sino de proclamar en tiempo presente una nueva realidad mediante su pura formulación discursiva. Sobrevuela sobre esta nueva visión estratégica una cierta concepción mágica de la ley: o sea, que la ley no se considera ya como un soporte para la posterior acción pública, sino como una auténtica formulación de la nueva realidad que se pretende establecer. Se supone pues que, en teoría, la mera inclusión de esa nueva realidad virtual en un soporte legal va a operar por sí misma el milagro de un efecto transformador de la realidad merced a su pura proclamación legislativa.

Nuestros gobernantes y legisladores están apostando por un nuevo tipo de acción virtual, o sea, por modificar el color del cristal con el que miramos la realidad, confiando en que de este modo se acabará modificando la realidad misma. Una filosofía que sin duda responde inconscientemente a un nuevo modo de hacer frente a la realidad, a través de los circuitos on line que se plasman en la pantalla o en la imagen virtual, y que percibimos a través del correspondiente soporte audiovisual. En la videopolítica contemporánea, la realidad es percibida en la práctica como un conjunto de imágenes, y así se piensa que modificando la imagen en pantalla, estaremos modificando la realidad misma.

La adecuación de nuestros soportes legales a esta nueva filosofía parece traducirse, pues, en la pretensión de atribuir a las leyes una función proclamática, a través de la cual se hace presente la nueva realidad virtual: sería una visión destinada no sólo a alimentar el discurso político de los gobernantes sino a hacer perceptible ante los mismos ciudadanos los perfiles virtuales de esa nueva realidad. Al final, si todos nos hacemos copartícipes de esa nueva realidad virtual, las leyes habrán cumplido con su misión sin necesidad de medidas concretas ni de previsiones programáticas o de complejas actuaciones intervencionistas: una vez proclamada en la ley, la nueva realidad virtual debería adquirir plena vigencia. Nuestra confianza en las leyes acabará generando, como un maravilloso efecto mágico, la vigencia virtual de la nueva realidad, con la cual sólo tenemos que sentirnos identificados para atribuirle plena vigencia.

Sin darnos cuenta estamos encarando así uno de los más nuevos y sorprendentes recovecos de la ultramodernidad: la que permite aceptar el solapamiento entre la realidad virtual y la realidad misma. Definitivamente los españoles, a base de una combinación entre videopolítica y buenismo, estamos entrando ya en el siglo XXI. Sólo nos quedaría ensayar esta estrategia con algún sector algo más duro de la realidad, como por ejemplo, con una buena ley sobre pleno empleo: quién sabe, a lo mejor se produce el milagro.

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