Granada

Muere Jiménez Torrecillas, arquitecto apasionado y cabal

  • Se puede afirmar con rotundidad que su huella sobre la arquitectura granadina será imborrable El siglo XXI marcó su consolidación internacional

No pudo ser. Tras dos años y medio de lucha, ayer murió el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas a los 52 años de edad. Se negó a asumir los diagnósticos médicos y se sobrepuso a su deterioro físico con el elevado nivel estético que se exigió a sí mismo durante toda su vida. Y aunque la muerte de un amigo dificulta una valoración objetiva de su trayectoria, se puede afirmar con rotundidad que su huella sobre la arquitectura granadina será imborrable y que el impacto cultural de su producción quedará como un legado inestimable para las próximas generaciones; la profesión de arquitecto le debe mucho, el respeto de una sociedad que gracias a su obra ejemplar y metódica ha entendido el patrimonio como un legado cuya continuidad es posible gracias a la aportación contenida de lo contemporáneo.

Titulado en la Escuela de Arquitectura de Sevilla, sus primeras realizaciones se llevaron a cabo a partir de 1987 junto a Juan Domingo Santos, con quien realizó varias actuaciones de interiorismo, auténticos seísmos de provocadora modernidad que golpearon los cimientos de un centro histórico acomodado en la autocomplacencia. Aún con Juan Domingo, con quien compartió vocalía de cultura en el Colegio de Arquitectos y cuya colaboración siempre la consideró troncal en su formación arquitectónica, resultó finalista en la III Bienal de Arquitectura Española con un grupo de viviendas sociales terminadas en 1994 en Cijuela. Años de inquietud cultural, de viajes a México, de producción editorial y de lenta sedimentación intelectual que le permitieron obtener, ya en solitario, la Nominación de Obra Joven del Colegio de Arquitectos con una modesta edificación en la Puebla de Don Fadrique (1995-1998) que anticipa, con gran contención de recursos expresivos, la pulcra sensibilidad que marcará su trayectoria profesional.

La década de los noventa viene señalada por el exigente encargo del Centro Guerrero, cuya gestación, iniciada en 1989, consiguió trascender su mera consideración como lugar de culto de la vida y obra del pintor. Inaugurado en 2000, el Centro Guerrero entendió desde su origen la capacidad evocadora de nuevas formas insertadas en contextos que conservan viva la memoria del pasado, lejos del colosalismo cultural y mediático de otros museos de arte construidos en aquellos años en España que una figura como Guerrero hubiese podido excusar. El edificio original es trasmutado con sorprendente habilidad sensible por Jiménez Torrecillas en un museo que convierte la fachada en piel y abstrae las trazas del patio a referencias estructurales en vigas y soportes de fundición. Las salas de exposiciones tienen una calidad técnica inmejorable; insertadas como pasos de un recorrido que se inicia en calle Oficios, el ático es un estallido arquitectónico que abandona al visitante a la contemplación de una ciudad siempre vinculada a su paisaje.

El siglo XXI asiste a la consolidación y proyección internacional de su trayectoria, donde la virulenta polémica de la Muralla Nazarí (2002-2006) le permite salir reforzado por su capacidad de diálogo y por su voluntad de sostener la idea sin dogmatismos, justificando desde la normalidad las posturas encontradas de quienes le atacaron sin argumentos disciplinares de peso. Culminó el Pósito y Torre del Homenaje de Huéscar en 2006, con el factor tiempo como hilo argumental de una propuesta que huyó de la reconstrucción desde el respeto a las fábricas existentes. La tienda de ropa Dal Bat para su hermana Pilar, concluida en 2002, añade eliminando, desvelando el paso del tiempo en un inmueble histórico; en la ampliación de 2006, la tienda se introduce en el edificio colindante sin cambiar de estrategia pero colonizando otras formas de explorar la realidad. Ahora se elimina añadiendo mediante una suma de piezas de vidrio que asumen en su delicada materialización y en su decidido protagonismo la intrascendencia de un edificio de nueva planta de los años noventa.

Antonio Jiménez Torrecillas ha demostrado ser un arquitecto siempre atento a la manera de ser de los materiales y a las exigencias de su expresión. Superada una primera etapa profesional más vinculada a los aspectos visuales de la arquitectura, escenificada en los recorridos ascensionales de la casa de Puebla de don Fadrique o del Museo Guerrero, el inicio del siglo observó una consideración insistente por la honestidad táctil del material. Ya sea en la ampliación de Dal-Bat, en Huéscar, en la Muralla Nazarí o en el aparcamiento frustrado del hotel Alhambra Palace, la cuidadosa convivencia de piezas iguales, lindantes o pautadas, expresan la emoción de las texturas desde la repetición, matizan transparencias o veladuras e inventan nuevas posibilidades de combinatoria sin recurrir a elementos ajenos. A través de estos mecanismos que protagonizan la búsqueda de la forma arquitectónica, no hay lugar para la monotonía, la reiteración potencia la expresión, la seriación refuerza la materialidad. Por eso, el material se convierte en verdadera sustancia del hecho espacial; y por eso, el vacío se convierte en pura realidad.

En 2006 culminó la intervención sobre la planta primera del Palacio de Carlos V para su adaptación a Museo de Bellas Artes; su propuesta aprovechó la generosa altura de techo para superponer un soporte que acota la escala museística y aloja sus requerimientos técnicos, liberando la parte superior de los muros para mantener la intemporal tensión palaciega. La luz artificial se regula automáticamente añadiendo de manera indirecta a la luz natural el aporte lumínico que precisa y potenciando el rigor de las sólidas paredes de piedra del Palacio. La planta principal se convierte en un mirador panorámico que, gracias a la disolución de las carpinterías, pauta la contemplación de las obras con vistas lanzadas al Paisaje que identifican al visitante con el entorno.

En 2014, ya señalado por la fatal enfermedad, inauguró un ascensor en el propio Palacio que permite la accesibilidad a personas de movilidad reducida. Encajada en el triángulo curvilíneo suroccidental que surge de la tangencia entre el círculo y el cuadrado, una pedagógica cabina transparente facilita la lectura de la traza y de la sección, de la planta ideal renacentista y de la cota de asiento del palacio, permitiendo entender tanto la solidez de los sillares de piedra como el valor de permanencia que quiso el emperador para su residencia en la Alhambra.

Su obra ha sido reconocida y premiada en la Bienal de Arquitectura Española, en los Premios Europan y en las Nominaciones del Colegio de Arquitectos, siendo finalista del Premio Mies van der Rohe y de los premios Fad. Dedicado con pasión a la docencia en la Escuela de Arquitectura de Granada, Antonio Jiménez Torrecillas ha impartido igualmente su magisterio en Tokio, Los Ángeles, París, San Salvador, Shanghai, Nápoles, Burdeos y Zurich.

Quedan dos obras póstumas de una madurez asombrosa que hubiesen augurado un largo recorrido arquitectónico, dramáticamente truncado, y cuya precisa materialización hay que agradecer a la labor del arquitecto técnico Miguel Ángel Ramos, intérprete fiel y riguroso vinculado a Antonio desde sus inicios. Por un lado, la estación de metro Alcázar Genil, donde el hallazgo de los restos de un Albercón almohade, ubicado a una cota intermedia entre el vestíbulo y el Camino de Ronda, obligó a una reconversión de la estación para permitir el paso del metro por debajo, integrando la alberca recuperada en el ámbito público visitable. Los muros se mantienen en su cota original, con sus piedras originales, calzándose bajo sus cimientos mediante arcos escarzanos hormigonados sobre la propia tierra de cimentación. La luz proveniente del hostil Camino de Ronda, cuidadosamente domesticada, delega en los pilotes la unidad arquitectónica, de tal manera que subrayan en su textura áspera y honesta la importancia de los distintos planos horizontales.

Y por otro, una casa de playa en Rota que conserva los muros antiguos de una vivienda preexistente cobijada bajo un pinar para dibujar interiores al aire libre, definir continuidades visuales, garantizar el control absoluto de los vientos y convertir los arranques de los pinos en los únicos soportes que parecen sostenerla. El recorrido funcional acomoda la planta baja sobre las raíces, posa el jardín y la piscina en planta primera y enreda el torreón en la copa, inventando un zigurat contemporáneo de brezo que identifica en el pinar la expresión ideal de una casa de verano.

Dice su admirado Álvaro Siza que el paso del tiempo es una injusticia. Tanto más injusto para quien valoró el tiempo como el hilo conductor de una arquitectura más preocupada en transmitir que en heredar. Sus últimos meses fueron batallas ganadas al reloj, para despedirse, para retomar conversaciones, para exprimir su concentración en lúcidos gestos creativos, para dejar obras de una solidez disciplinar incontestable. De carcajada fácil y abrazo sincero, generoso tanto en el esfuerzo como en el halago, el brillo de su mirada cómplice se ha apagado para siempre, dejando desorientada a la profesión, huérfana a la Escuela de Arquitectura y resignados a sus amigos desde la furiosa e ineficaz rebelión contra la fragilidad de la condición humana.

Nos queda difundir su obra, el orgullo de haber compartido horas y viajes inolvidables, de haber inventado escritos, de haber soñado espacios… y nos queda la responsabilidad de transmitir a la sociedad que una obra sobrevive a un arquitecto, que cada sala del Guerrero o del Carlos V y que cada parada del metro en Alcázar Genil son lecciones de arquitectura que garantizan que la vida de su creador va más allá de su obra, extendiendo hasta el infinito el recuerdo de su memoria.

Ciudadano del mundo que siempre se refugia en Granada... Siempre he creído que los edificios no son propiedad exclusiva de los arquitectos, sino que una vez entregados viven por sí solos y la ciudad los convierte en propios; pero desde el recuerdo imborrable a un arquitecto apasionado y cabal, el hecho de que algunos de estos edificios lleven la firma de Antonio Jiménez Torrecillas nos ha convertido en mejores profesores, mejores arquitectos y mejores ciudadanos.

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