Crítica

Discreto homenaje a Ataúlfo Argenta

  • Unas deficientes ‘Noches’ y un desigual 'Amor Brujo' eclipsaron el recuerdo al programa Falla, donde lo sobresaliente fueron las suites de 'El sombrero de tres picos'

La ONE en el Palacio de Carlos V

La ONE en el Palacio de Carlos V / Antonio L. Juárez

Al cumplir el Festival Internacional de Música y Danza de Granada su 70 aniversario era imprescindible –y así lo ha entendido el actual director del certamen, Antonio Moral– recordar aquella primera convocatoria de 1962. Se ha hecho con Antonio, se hará con Andrés Segovia y se hizo la noche del domingo con la Orquesta Nacional rindiendo homenaje a quién fue su mítico director, Ataúlfo Argenta y así misma, porque con él, primero, y durante muchos años después con Rafael Frühbeck y numerosos directores, ha sido un pilar sólido del certamen. Homenaje, también, a Manuel de Falla que la ONE ha recreado en tantos momentos inolvidables, desde aquella noche. Y, naturalmente, al propio Festival que ha resistido estas décadas, pese a crisis y diversos problemas, incluso superando, gracias al arrojo del actual director, estos dos terribles años de pandemia, donde ha habido que improvisar, buscar caminos menos gloriosos –que esperemos sean sólo circunstanciales–, hacer cambios de última hora y limitar la trascendencia y grandiosidad, recurriendo a ofertas de mayor intimismo.

Regresó Josep Pons –en sustitución del titular David Afkham–, tan vinculado a Granada, donde elevó a sus mejores momentos a la Orquesta Ciudad de Granada, y fue vital en tantos conciertos inolvidables en el Festival, con sólo la orquesta granadina o dirigiéndola como base de numerosas representaciones escénicas. Importante es su magistratura en la formidable versión de La flauta mágica, en aquella genial versión de Comediants, incluyendo la dirección musical de Atlántida de la Fura dels Baus, ante la Catedral. Y, naturalmente, la ONE, como decía, omnipresente en los primeros tiempos del certamen y frecuentándolo con intensos programas, entre ellos el estreno en España de la 8ª sinfonía de Mahler, en 1970, repetida décadas después; la vez primera que se escuchó en Carlos V Carmina Burana y un larguísimo camino, con Novenas, Missas Solemnis, etc., que el crítico ha seguido con la máxima atención. El crítico que, antes de dedicarse a ese acercamiento al Festival como tal, ya había quedado atrapado, de joven estudiante de música, colándose entre el apretujado público de la Capilla Real, una mañana del 26 de junio de 1955, para escuchar la misa en mi bemol, de Schubert, que tan emocionantemente dirigió Argenta a la Nacional y al Orfeón Donostiarra. Así que era lógico que muchos pensáramos en un homenaje múltiple, volviendo al pasado y algunos a la niñez.

Un momento del concierto. Un momento del concierto.

Un momento del concierto. / Atonio L. Juárez

Hasta aquí los justos homenajes esperados por el público que llenó el Palacio. Pero el comentarista, a su pesar, tiene el deber de subrayar que el concierto, en general, salvo la segunda parte, no estuvo a la altura de lo deseado. En primer lugar se cambió el orden del programa de hace 70 años, colocando las Noches en los jardines de España, en primer lugar, donde hubo frialdad general, tanto en Orquesta, más pendiente de envolver los conocidos temas y ser fiel al piano de Josep Colom, que estuvo estático, como si se tratara de un concierto de puro trámite. Su conocida capacidad pianística estuvo alejada del mimetismo impresionista y de la calidez que exigen páginas tan encantadora como En el Generalife, aunque algo más brillante –orquesta y pianista– en el final de los jardines de la sierra cordobesa.

Después de asistir al largo espectáculo de desmontar la orquesta, trasladar el piano y otras cuestiones técnicas, pendientes de si se colocaban firmemente la barandillas del pódium del director, asistimos a una desigual versión de El amor brujo, tantas veces interpretadas por la Nacional y dirigida por Josep Pons, en versiones magníficas, incluso grabadas. Destacó en la Danza del terror, pero no con la del Fuego, en la que faltó precisamente eso, fuego orquestal para dinamizar esta genial partitura ritual. No contribuyó, tampoco, la actuación de la cantaora María Toledo, queriendo ser desgarrada se quedó en los límites. Si acaso destacar la Canción del fuego fatuo. Por cierto, hace 70 años la cantó una mezzo, Ana María Iriarte, y en numerosos momentos lo han hecho sopranos líricas, aunque en otros se haya incrustado la fuerza que puede dar una cantaora. Las diferencias es que las cantaoras están acostumbradas a cantar con micrófono, que resaltan su voz, y las líricas lo hacen dentro del conjunto musical. Alabaremos el esfuerzo de María Toledo, su desgarro, a veces excesivo, pero sonó demasiado intrascendente su canción del emocionante y bellísimo final de Campanas al amanecer, donde orquesta y voz han de unirse en un cálido y emotivo mensaje de luz.

Es curioso que donde más brilló la Orquesta Nacional fue cuando, desprovista de la atención a los solistas, pudo mostrar su firmeza, contundencia y calidad expresiva, manejada notablemente por Josep Pons. Primero, en el colorido y variedad instrumental de 'Interludio y Danza'’, de La Vida breve, rica en matices. Y, sobre todo en ese auténtico retablo sonoro, lleno de contrastes, ritmos, choques contrapuestos que auguran al Falla renovador y contemporáneo –que se plasmaría en El Retablo de Maese Pedro–, reunidos en las dos suites de El sombrero de tres picos. Orquesta libre, para mostrar su poderío, el rigor de sus metales y maderas, junto a una cuerda vibrante, en páginas donde se suceden todos los elementos folclóricos en su esencia, no en su imitación simple, del genio de Falla, con fandangos, seguidillas, farrucas y la espectacular jota final. La Nacional y Pons salvaron con vigor, maestría y elocuencia, imprescindible en la archiconocida música de Falla, sobre todo en Granada, donde hasta la interpretó el propio compositor en reiteradas ocasiones, el merecido homenaje a quién, hace 70 años, dirigió el mismo programa en la primera edición del Festival.

El crítico, fiel a sus compromisos personales –que otras veces ha postergado–, se toma un merecido descanso, en el seguimiento de un 'verano interminable' donde para escuchar cosas realmente excepcionales, hay que estar dando saltos en un programa abigarrado y desigual. Y una nota final a los organizadores: deberían concertar con los taxistas un servicio razonable para que no queden tantos espectadores, al terminar los conciertos nocturnos, esperándolos infructuosamente en una injusta larga cola en la Puerta de la Justicia. ¡Que ustedes disfruten estas dos semanas que quedan del septuagenario Festival Internacional –no le quitemos adjetivos– de Música y Danza de Granada!

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios