Crítica

Heras-Casado, profeta en el primer concierto sinfónico

Heras-Casado, profeta en el primer concierto sinfónico

Heras-Casado, profeta en el primer concierto sinfónico / (Granada)

La Orquesta de París, el único conjunto que se puede llamar con absoluta propiedad sinfónico en el Festival, dio el primer concierto de un ciclo raquítico, en número y en opciones, que no está en relación con lo que ha sido, hasta ahora, base esencial del certamen. Y, además, en el año que se conmemora el 150 aniversario de la muerte de Hector Berlioz, aparece en su soledad el músico que ofreció caminos a la orquestación moderna, de cuyas ideas bebieron creadores posteriores al romanticismo, caso de Gustav Mahler, entre otros muchos. Sólo su Sinfonía fantástica, junto con La obertura de El carnaval romano y la cantata La muerte de Cleopatra que ofrecerá la orquesta parisina, con Christoph Eschenbach, me parece escasa aportación del Festival al recuerdo de su grandiosa obra. ¿Era tan difícil montar, una vez más, la versión sinfónica de La condenación de Fausto o, aprovechando la aportación coral requerida –este año ausente- homenajearlo con su colosal Réquiem? Costoso, tal vez, pero quizá reduciendo los numerosos rellenos minoritarios –cuya calidad no cuestiono- con los que se alarga el certamen innecesariamente, se hubiera podido contribuir a enriquecer el ciclo. 

Pero intentemos concentrarnos en el concierto de la reconocida Orquesta de París, bajo la dirección de Pablo Heras-Casado, en su doble papel de músico y responsable del evento. Diré, en primer lugar, que en los dos únicos conciertos sinfónicos se ha establecido, al menos, un acertado diálogo entre Berlioz y Mahler. De éste último, la primera noche escuchamos una selección de los lieder basado en las canciones populares Des Knaben Wunderhorn (La corneta milagrosa del chiquillo) que eran una colección de más de 500 poesías y cantos populares alemanes, recogidos en 1805 y 1808, por Achin von Arnin y Clemens Brentano, y de las que Mahler –tan proclive a cimentarse en lo popular, para trascenderlo- buscaría aquellos temas y asuntos más cercanos a sus predilecciones y personalidad. Casi una orquesta de cámara apoya la voz, y los 12 lieder presentan diversas atmósferas, entre los irónicos, despreocupados o trágicos.

Los dos últimos están recogidos en su integridad en la Segunda y Tercera sinfonía. De los 12, el barítono Thomas Hampson y la Orquesta de París, bajo la dirección de Heras Casado nos ofrecieron páginas distintas, entre las que destacó La predicación de San Antonio de Padua a los peces, un texto irónico, cimentado en una música más irónica aún que subraya la inutilidad y el caso que se hacen de las palabras, porque la vida sigue su curso.

Contrasta con el dramático La vida terrestre (Das irdische Leben) que aunque se basa en el hambre de un niño pidiendo a su madre pan, ésta intenta entretenerle diciéndole que hay que sembrar la tierra; la segunda vez le dice que hay que cosecharla, y la tercera que hay que cocer el pan. Pero cuando llega el pan el niño está en el ataúd. Es, quizá, el lied más definitorio de un Mahler dramático y desconsolado de lo que es la vida en la tierra. Thomas Hampson dio una lección notable, pese a su teatralidad, con su voz rotunda, capaz, también, de expresar sentimientos sutiles, como es el caso de la delicada y dolorida interpretación que hizo de la canción últimamente referida. Y la orquesta respondió, bajo la atenta dirección de Heras Casado, con la seguridad que hemos conocido en otras ocasiones.

El concierto había comenzado con el Scherzo fantastique, una de las primeras obras de Stravinsky, en un neoclasicismo mezclado con el ímpetu que viene a imponer a la música europea. Meticulosa la versión de Heras-Casado que cerró este primer concierto verdaderamente sinfónico del Festival con una vibrante versión de la imaginativa y siempre cautivadora Sinfonía Fantástica, en la que Berlioz sorprendió a sus contemporáneos con esa fuerza, romántica, sí, hasta el paroxismo, pero también con una forma nueva de utilizar la orquesta en plenitud de sentimentalidad y recursos, añadiendo a la perspectiva sinfónica una dimensión inexplorada hasta aquél momento. Su novelesca sinfonía, recuerdo de un amor frustrado, que el autor subtituló como ‘Monodrama lírico; episodio de la vida de un artista’ convierte a la amada del narcotizado en un tema obsesivo que aparece en múltiples momentos.

Ensueños y pasiones, del primer movimiento, ya señala la delirante angustia que Heras-Casado expuso con hondura, mientras El baile es un remanso, más prolongado en Escena en los campos, placidez sólo rota por la aparición de la amada, y truenos por los engaños, donde los timbales parisinos dieron cuenta de su poderío, en el diálogo con el tema omnipresente.. La marcha al suplicio es el sueño de un asesinato y una condena, para terminar con esa explosión orquestal, tan del gusto de Berlioz, y sus famosos aquelarres, en el que no faltan sonidos fantasmales, gritos, danza popular, clamor fúnebre y parodias burlesca del Dies Irae –Mahler tomó buena nota de esos contrastes-, que al final se mezcla conjuntamente con la Ronda infernal en el que una orquesta ha de mostrar todos sus recursos, como lo hizo la parisina, aunque a veces pecara de cierta estridencia.

Heras-Casado, estuvo muy atento a todos los múltiples matices, contrastes y retos de la obra, con la expresividad de sus manos, que no utilizan batuta, como si modelara la voz de un coro, incluso en los momentos finales del Dies Irae, que la tuba señala y desarrolla casi permanentemente el resto de la orquesta, en su voluminosa cuerda, en diálogo con timbales, viento, sobre todo el metal, logrando una magnífica atmósfera capaz de entusiasmar al público que vitoreó justamente al director granadino, profeta en su tierra, pero reconocido justamente en el ámbito internacional. Director y orquesta rubricaron una gran noche, con un programa comprometido, aunque hayamos tenido que esperar dos semanas a que el verdadero sinfonismo reaparezca en el Festival, por desgracia, como decía, reducido a límites impropios del certamen.

P.S. Por cierto, a los nuevos déspotas de la Alhambra se les ha ocurrido otra brillante idea: prohibir al público asistente al Carlos V que pueda disfrutar de las vistas del Albaicín y la ciudad desde el mirador de los alrededores del Palacio. Algo parecido, contra lo que clamé indignado, cuando otro virrey o virreina prohibió pasear por los jardines bajos del Generalife en los descanso de las sesiones de danza. No sé si habrán comprendido, después de 68 años, que el Festival de Granada no es sólo música o danza en un recinto concreto, sino lo que le rodea, a veces más importante que el espectáculo en sí.

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