COMPAÑÍA MARÍA PAGÉS | CRÍTICA

María Pagés, historia viva de la danza flamenca

Fotografía de María Pagés

Fotografía de María Pagés / G. H. (Granada)

 

El Festival de Granada lleva apostando por el flamenco y por la danza durante toda su historia, y dentro de este capítulo merece una mención especial la bailaora y coreógrafa María Pagés, una habitual del certamen que en esta ocasión ha querido volver a las raíces del baile flamenco y contarnos, a partir de su particular y siempre aguda visión de este arte, la historia de una Scheherezade empoderada, una mujer que afronta su destino y se rebela contra él. Acompañada en el escenario por un cuerpo de baile de diez grandes bailaoras pese a su juventud, muestra inequívoca de la gran escuela que María Pagés está creando en el flamenco, el espectáculo desarrolla durante hora y media un hilo argumental y coreográfico del más alto nivel.

 

María Pagés es historia viva del flamenco, una figura de referencia internacional que a lo largo de su carrera ha sabido ser siempre auténtica y preservar la calidad argumental y expresiva y el nivel técnico del baile por encima de todo. Y es que la coreógrafa, creadora y bailaora conoce perfectamente el secreto de aunar tradición e innovación, y ha sabido explorar los límites hoy no tan claros que existen entre la danza contemporánea y el baile flamenco. Sus espectáculos nunca defraudan, pues su perfección estética y su alto sentido de la belleza y el dominio de la escena no pueden dejar indiferentes.

 

En su última propuesta Scheherezade, que ha creado junto al dramaturgo El Arbi El Harti, aúna el mito romántico de tintes exóticos con una visión poderosa, luchadora, incluso reivindicativa de la mujer. Un espectáculo que habla de mujeres y está representado por mujeres: 11 bailaoras en escena y dos cantaoras. Junto a ellas, un conjunto instrumental excepcional compuesto por las guitarras de Rubén Levaniegos, que también colabora en la composición musical, e Isaac Muñoz; al violín David Moñiz y al violonchelo Sergio Menen, ambos colaboradores de Levaniegos y Pagés en la creación de la música, y a las percusiones José María Uriarte.

 

Bajo la noche estrellada de la Alhambra, con una silueta de montañas que bien podría ser Sierra Nevada y una luna roja que evoluciona a lo largo de la noche como única escenografía, María Pagés aprovechó el espacio escénico del Generalife para convertirlo en el marco psicológico de su Scheherezade. Ella sola, en el centro del escenario iluminada con luz cenital, abría el espectáculo, moviéndose y contorneándose como la artista solo sabe hacer. “Soy fuego y luna, hija de la fortuna... La memoria de las dunas conoce mi relato añejo”; esta sentencia, verdadera declaración de intenciones, presenta a la bailaora y protagonista, que durante todo el desarrollo coreográfico permanece en escena llenándola con su arte, su genio y su buen hacer. A ella se incorporan en seguida sus diez bailaoras, un cuerpo de baile perfectamente coordinado y ajustado, cuyos movimientos se sincronizan para crear una y mil figuras al son de la música, del cante o del simple ritmo del zapateado. Toda una lección de escuela, de flamenco bien entendido y de calidad artística.

 

Son muchos los momentos que destacar, pues desde el solo de María Pagés con el que se abre el espectáculo no cesan de sucederse escenas de contenido semántico y estético dignas de ser referidas. Una de las primeras que cautivaron la atención de los asistentes fue el cuadro Libros libres, en el que la coreógrafa repare unos libros de atrezzo para defender, por medio de la expresión corporal colectiva y el movimiento, la necesidad de educación y de acceso a la cultura, algo que aunque en el mundo desarrollado se da por obtenido, todavía hay que universalizar. Le siguieron Maternidad, cuadro rítmico al toque de yunque y sonajas, que evoluciona hacia una metáfora de la tradición y el control, un delicioso número de zapateado e imitaciones rítmicas orquestado por María Pagés con ayuda de un bastón. Cuerdas, en la que se somete la voluntad de una bailarina, o las Esculturas veladas, mujeres cubiertas por velos que desde el hieratismo van cobrando vida, son otras representaciones de las dificultades que la mujer ha tenido que afrontar, y contra las que todavía hoy hay que luchar.

 

Todos estos números se suceden con intervenciones del grupo instrumental y de las cantaoras, como es el canso de la soleá “Soy Gitana, no tengo patria ni memoria” o de los tangos que baila María Pagés hacia el final del espectáculo, primero en solitario y luego arropada por su cuerpo de baile. Y si en el oído resuenan todavía las hábiles y frescas realizaciones musicales, que mezclan tradición y vanguardia al incorporar las cuerdas frotadas, en la retina quedarán momentos de elevada calidad artística y belleza, como la dinámica de abanicos, o  las bulerías festivas con las que culmina el espectáculo, que poco a poco derivan hacia el tono meditativo y onírico del comienzo en solitario de la Pagés. Su figura elegante y erguida cierra esta narración alejándose hacia un horizonte de siluetas femeninas, una metáfora viva del camino que todavía le queda por recorrer y promesa fiel de los buenos momentos que de seguro nos seguirá regalando en el futuro.

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