Festival de Música y Danza de Granada/ Crítica

Marta Argerich, una dama de la música

  • La segunda noche de la Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo estuvo acompañada por el saber hacer de la pianista 

Marta Argerich, una dama de la música

Marta Argerich, una dama de la música / Antonio L. Juárez/ Photographers (Granada)

La segunda intervención de la Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo en el Festival de Granada estuvo marcada por dos nombres propios: el veterano director de orquesta Charles Dutoit y la magnífica pianista Marcha Argerich, toda una dama de la música que en su madurez sigue demostrando su viveza y agilidad al teclado a la par que la elegancia y savoir faire que siempre la han caracterizado. Esta pareja artística, que también lo fueran en lo personal al comienzo de sus carreras, es una apuesta segura, que unida a la citada orquesta, que ya embelesó la pasada noche con un programa dedicado a Berlioz, puede ya contarse como uno de los grandes hitos de este Festival.

El concierto se inició con Le tombeau de Couperin de Maurice Ravel, una suite a la francesa en la que se rinde culto a los compositores del siglo XVIII. En concreto, la Forlane está inspirada en los Concert Royaux del propio Couperin; por su parte, el Rigaudon final mira hacia Rameau, mientras que el Minuet es una variación del tercero de los Valses nobles y trascendentales del propio Ravel. Los cuatro movimientos de esta obra, los ya descritos y el preludio fugado, son de una elegancia y delicadeza dignas de mención, a la vez que se construyen sobre una orquestación audaz y muy efectiva. Desde el preludio, de ritmo ágil y trepidante, Charles Dutoit demostró estar todavía en plena forma y ser capaz de encontrar el necesario equilibrio entre los motivos melódicos y los efectos expresivos, habilidad que resultó fácil de mostrar ante un instrumento tan perfecto como es la Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo.

La segunda obra del programa fue el Concierto para piano y orquesta en sol mayor de Ravel, con el que hizo su entrada en escena la genial Marcha Argerich, quien se sentó decidida al teclado y extrajo con fuerza y vivacidad toda la esencia de la obra. Enmarcada en la madurez del compositor, la partitura presenta un desarrollo muy personal, a caballo entre los estudios del folklore del País Vasco francés que había realizado en una rapsodia inacabada y las resonancias de la música jazzística que traía frescas de su última gira por Estados Unidos. Así, el Ravel de este concierto tiene ya poco que demostrar, salvo su libertad creativa y su sensibilidad exquisitamente cristalina.

Martha Argerich exhibió en cada intervención solista toda la potencia y expresividad de la partitura, perfilando con exactitud rítmica los aires de danzas, tales como el Branle navarro o el Zortziko vasco, que se combinan con una disposición motívico-tímbrica de la orquesta. Especialmente emotivo resultó el segundo movimiento Adagio assai de inspiración mozartiana, cantabile y por momentos de una delicadeza extrema. La suavidad con la que la mano izquierda de la pianista iba desgranando el acompañamiento en ritmos ternarios contrasta con la grácil y emotiva evolución de la melodía en la mano derecha; el resultado fue todo un alarde de expresión y sensibilidad, y una magistral lección interpretativa en las manos de Argerich, acompañada por momentos por el corno inglés en un canto evocador sobre el soporte arpegiado del piano. En contraposición, el tercer movimiento fue ágil y muy rítmico, demostrando nuevamente la solista una técnica de ataque extraordinaria, un estilo limpio e incisivo, y un sentido musical excepcional.

La primera parte concluyó con una propina de Martha Argerich ante la insistencia de un público entregado que la persuadió con sus aplausos; tras tres salidas para saludar, la pianista interpretó con espléndida soltura y gracia una sonata de Domenico Scarlatti.

La segunda parte del concierto se dedicó a la interpretación de la Sinfonía núm. 4 en fa menor op. 36 de Piotr Illich Chaikovski, donde Charles Dutoit demostró una vez más su magisterio haciendo brillar con luz propia la orquesta a su cargo. Desde el toque de trompeta inicial, que evoluciona hacia el canto sentido y lleno de pathos de las cuerdas, el director marcó unos tempi muy oportunos y definió con la perfección de un delineante los múltiples juegos motívicos de la partitura. Así, el conmovedor episodio de las cuerdas en el segundo movimiento, los múltiples matices motívicos de los vientos, o el pizzicato juguetón del tercer movimiento, exacto en su desarrollo y dinámico al conversar con las flautas, fueron muestras de la genialidad y buen criterio del director y de la ductilidad y perfección sonora de la orquesta. La batuta firme y decidida de Dutoit perfiló con energía y brío el último movimiento, un Finale poderoso que atacó sin solución de continuidad, pidiendo un sonoro tutti en el que destacó la fanfarria de metales, matizada por las maderas. Con un perpetuum mobile de las cuerdas graves y la intervención de las distintas secciones tímbricas aunadas en un sonido muy redondo, el director concluyó la obra y el concierto de forma optimistas y con gran efectismo.

Sin duda, fue un broche de oro a una velada llena de la mejor música, y uno de los finales más brillantes que en esta edición del Festival ha vivido el Palacio de Carlos V, poniendo en pie en unánime ovación al público asistente. La insistencia en sus aplausos persuadió al director para regalar, fuera de programa, la farandola de la suite núm. 1 de L’Arlésienne de Georges 

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