CRÍTICA DEL FESTIVAL DE MÚSICA Y DANZA DE GRANADA

‘Le Songe’, talento contra mediocridad

  • Maillot huye del pastiche argumental para realizar un espectáculo coreográfico diverso, en el que triunfa la totalidad del conjunto de bailarines, en una constante muestra de calidad técnica

Un momento del espectáculo

Un momento del espectáculo / Jesús Jiménez / Photographerssports

En la edición que ha preparado Antonio Moral, las noches granadinas están ocupadas, por personajes fantásticos, sacados de las noches veraniegas de Shakespeare y todo el cúmulo de personajes ocasionales para extenderlos por los diversos recintos alhambreños. El jueves fue el Palacio de Carlos V, el viernes el Generalife, proclive a acoger toda esa fauna, mezcladas con ideas minimalistas, huyendo del guión. Esta vez gozamos del talento que Christophe Maillot puso, para escapar de numerosas parcelas mediocres, sobre todo en la expresión plástica, las múltiples sugerencias emanadas, no tanto de la música directa de Mendelssohn, en un segundo plano –sólo utilizada para la parte dedicada a los Atenienses–, sino la sugerida por otras músicas, entre ellas la electrónica de Daniel Teruggi o del hermano del coreógrafo, Bertrand Maillot, que permiten dinamizar en distintos estilos y formas la escenificación.

Esta obra, que data de 2005, que ha recorrido Europa y, más recientemente en el Liceo de Barcelona, es natural que su autor la considere su coreografía más lograda, no sólo por sus aportaciones estéticas, sino por la compenetración que hace entre música y bailarines, entre sonidos y envolturas humanas. Así ha dividido la obra en tres partes diferenciadas, incluso por edades y por músicas. En la primera, utiliza al elenco más joven para imprimirle vitalidad, mientras en la segunda la música electrónica envuelve a las hadas en un expresivo diálogo de bailes más sensuales, utilizando bailarines más hechos, para dar paso a los veteranos 'artesanos', con música de su hermano Bertrand Maillot.

Maillot ha huido del pastiche argumental que, en el fondo, resulta lejano, para realizar un espectáculo coreográfico diverso, en el que triunfa la totalidad del conjunto de 36 bailarines y bailarinas –no nos vayan a llamar inclusivo-, en una constante muestra de calidad técnica, tenues ribetes virtuosistas en los bailarines protagonistas, como ocurre con Mariananna Barabas y Jaeyon An, como Titania y Oberón, en El mundo de las Hadas, o Ekaterina Petina, Alvaro Hidalgo Priero o Christian Tworzyanki en Los atenienses, la única referencia musical breve a Mendelssohn. La mediocridad se apunta en el capítulo dedicado a Los Artesanos, más proclives a la mímica y a la constante humorada, cercano al aburrimiento, pese a las gritos de los actores, aunque sirva para diversificar maneras de hacer un ballet como variedad, huyendo de amaneramientos excesivamente clasicistas, aunque esté siempre presente el grado máximo de la danza, como no puede ser de otra forma en una compañía de la calidad de Les Ballets de Monte-Carlo.

Aunque hay una unidad amorosa –que por fortuna no incluye la Marcha nupcial–, para no huir completamente de la idea del dramaturgo británico, la pluralidad de ideas escénicas, la belleza de sus encuentros y desencuentros inundan el escenario que hace que el público siguiera el espectáculo con interés, no exento de frustración, pese al frío de la noche y no existir descanso entre los dos actos, aplaudiendo el trabajo colectivo y para subrayar una noche digna que, aunque esté lejos de incluirse en los notables momentos de lo que debe ser uno de los pilares básicos del Festival que hemos visto en estos primeros 70 años. Al menos el talento de Maillot le ganó la partida a la mediocridad.

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