Crítica

Un festival que no venció al frío

  • Christian Zacharias dio una lección magistral de digitación en el clasicismo más puro de Haydn y Bach en un helado Palacio de Carlos V

Un momento del recital

Un momento del recital / Fermin Rodriguez / Festival de Música

Vuelve Christian Zacharias –la última vez en el certamen hace quince años, aunque 22 antes nos visitó– y lo hace con su verdad interpretativa que entonces señalé en la crítica, porque es un pianista sobrio, alejado de efectismos, buscando en las obras su autenticidad, sin intentar mixtificarlas ni adulterarlas. La primera parte de su recital del sábado estaba dedicado al clasicismo más puro –muchas sonatas de Haydn, por ejemplo, estaban pensadas para clavecín, como las seis suites francesas, de Bach, aunque en otras buscara la resonancia del piano forte– , con el enorme bagaje de perfección exigible al intérprete, un tanto artesanas muchas de ellas, aunque son fundamentales en la historia de la música, por lo que tuvieron de soporte de la forma en las de Mozart y hasta Beethoven, incluso en posteriores creaciones del piano de Schubert, con el que terminó su recital que podía considerarse una lección magistral sobre enlaces de la historia del piano. Para esa primera mitad hizo alarde de su técnica depurada, de su prodigiosa digitación y su enorme musicalidad para extraer las bellezas sonoras de estas páginas. No es el Palacio de Carlos V, sin embargo, el espacio más adecuado para perfeccionismos escolásticos y gozar de la cristalina limpieza del mecanismo, modélico para este tipo de música pianística, en sonoridades, trinos, juegos malabares entre las dos manos, sacando los sonidos más puros y sutiles, sin más requerimientos interpretativos. Porque si en las dos sonatas hay diferencias –artesanal la primera, en Do mayor, más refinada y expresiva la de Sol mayor–, en la segunda de las seis suites francesas, en Do menor, BWW 813, de Bach, con sus repeticiones de frecuencias, desde la inicial Allemande, con recursos de corrientes italianas en algunos de los momentos, para finalizar con la original Gigue que espera a que termine una mano para responderla con la otra, se eleva ese depurado rango clavecinista a cotas sólo al alcance de los depurados técnicos del teclado.

La organización del Festival parece gustarle privar al público de los descansos. Así que en sólo cinco minutos tuvimos que asimilar la fría lección magistral del clasicismo depurado de la primera parte –anormal frialdad ambiental casi mirando a julio, compartida por público e intérprete– para adentrarnos en el mundo intimista y ensoñador de una sonata de Schubert. Si en las tres últimas está su testamento y su confesión, como reveló Zacharias un 28 de junio de 2006 en los Arrayanes, en la segunda del ciclo, en La mayor, D959, subrayando con hondura y verdad los distintos movimientos, sumergiéndonos en un retablo de emociones donde destacó el inolvidable Andantino, expuesto en toda su belleza e intimidad, quince años después nos ofreció otro instante distinto, pero no distante, el de la Sonata en Sol mayor 'Fantasia', D894, op. 78, escrita en 1826. Bordó el bellísimo tema inicial, insufló de lirismo las melodías en octavas del segundo, para tras unos violentos acordes conducirnos al tema inicial. Un Andante dividido en cinco partes nos lleva a un Menuetto de valses y a los recuerdos de una Viena alegre que desemboca en unas frases en do menor que Liszt calificó de poema virgiliano. Porque, es verdad, que la sonata corresponde a la concepción de Fantasia, en la que puede encontrarse desde las canciones populares, a los ensueños y las meditaciones profundas, sin faltar la melancolía y hasta el drama que pulula en toda la música schubertiana, con el constante desasosiego y angustia, como ya anuncia en su dramático Andante.

Hace falta no ya solo la técnica depurada de Zacharias, sino el pianista que busca esa verdad o verdades entre ese bosque intrincado de sugerencias. Los intérpretes son eso, intérpretes de una lectura en la que cada uno pone su propia personalidad, en busca de ese diálogo íntimo que no sólo se produce entre autor e intérprete, sino entre éste y el público que es el punto final del proyecto musical. Un diálogo que en la infrecuente fría noche no logró su fin comunicativo, porque el recital se quedó sólo en una magistral lección, tan helada como el tiempo.

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