Crítica | The Martha Graham Dance Company

El legado eterno de Martha Graham

El legado eterno de Martha Graham.

El legado eterno de Martha Graham. / Álex Cámara

Los legados coreográficos trascienden el momento en que fueron concebidos para proyectarse a través del tiempo. Ahí están los Balanchine, Nijinski, Massine, Nureyev, Duato, Maurice Béjart y, naturalmente, entre muchos otros, Martha Graham, los dos últimos en una apuesta por la contemporaneidad que se han convertido en clásicos ejemplos para la revitalización de las artes, en este caso, la expresada por el cuerpo humano en movimiento. La Martha Graham Dance Company ha repetido gran parte de los programa que ya ofreció en este escenario –a la que la coreógrafa norteamericana asistió, con 92 años, y afirmó que era el marco natural ideal para desarrollar la danza más pura-, en dos representaciones los días 1 y 2 de julio de 1986. Es un acierto comenzar el ciclo de danza volviendo la mirada atrás a los instantes históricos del Festival, en este caso con las coreografías de este trascendente mito que revolucionó la contemporaneidad. Entonces, como hoy, había que admirar esa aportación personal de la exaltación de la técnica, buscando todas las variantes posibles de la plástica natural de los cuerpos, el ritmo, el músculo, la expresión corporal en todas sus posibilidades. Diversión de ángeles –con la que comenzó también entonces el programa, cuya crítica titulé Danza contemporánea trascendida-, es una pieza original de 1948, de tono irónico, en la que tres parejas en blanco, rojo y amarillo, simbolizan tres formas de ver el amor: el blanco, el duradero; el rojo, el romántico; el amarillo, los juegos adolescentes. Las tres evolucionan, en esa exaltación de técnicas presente en todo el programa, mientras una bailarina de rojo traza líneas comunes sensuales, junto a un cuarteto colaborador mixto, en un entramado medido, perfecto, donde nada es superfluo. Era el prólogo de una idea de la perfección y el control exhaustivo del cuerpo en todas sus posibilidades. Las posibilidades que marcó Graham en su alta concepción Las caras del amor como expresión humana inmortal. Tres en este caso, pero infinitas. Y aquí, el crítico, como hace 33 años, sólo tiene que mencionar los nombres jóvenes que interpretan la sugerente coreografía para subrayar su admiración por algo tan poderosamente creativo: Leslie Andrea Williams y Lorenzo Pagano –la pareja de blanco-, Anne O’Donnell y Lloyd Mayor, la de rojo y Laurel Dalley Smnith y Jacob Larsen, en el ímpetu del juego juvenil.

Ektasis es el admirable soliloquio danzante de una bailarina, siguiendo la técnica de Graham, de que con el cuerpo se pueden expresar todos los sentimientos. Y ahí estuvo el virtuosismo de Natsha M. Diamond. Walter para demostrarlo. Siguieron las Lamentation Variations, con tres pinceladas de los coreógrafos Bulareysung Pagarlava, Nicolas Paul y Larry Kelgwin, sobre músicas de Mahler, Dowland y Chopin, en homenaje a la coreógrafa norteamericana y su legado. Una proyección da paso a la voz, leída o sonora –con lieder de Mahler-, o el piano de Chopin y su Nocturno en la sostenido mayor, op. 15, num dos, sirve de norma esencial y bella para cuartetos danzantes o, en el caso de Chopin –Keiwin Variation-, para toda la compañía. No son cantos funerarios por la muerte de un genio de la danza contemporánea, sino cantos a su inmortalidad en la dimensión de la expresión corporal.

La brutalidad del rito primitivo podría trasladarse a la brutalidad del rito urbano, en una nueva concepción de la ceremonia tribal

Finalizaba la velada con la versión –que estrenó en España, en el citado Festival de 1986- de la Consagración de la Primavera, de Stravinsky –con el título The rite of Spring-, la obra de la que se han hecho más de 200 versiones, desde que Nijinski, en su desnudez ritual escandalizara al París de 1913, La propia Graham, como bailarina, interpretó, en 1920, al papel del Elegido –o la elegida, en este caso-, en su presentación de la obra en EEUU, con Stakowsky, en la orquesta. En 1984, con 90 años, coreografió la ya mítica partitura, con una búsqueda de la inspiración indígena cercana, donde el sacrificio se trasladaba a la tensión urbana de hoy, donde hay otras formas tribales, aunque los personajes vistan de otra forma. Su enorme fuerza interna, supera el gran espectáculo de expresión física, geometría y explosión del movimiento que es inherente al ritmo trepidante impuesto por la música. La víctima, la virgen sacrifical se mueve y contorsiona ante el torbellino sonoro, contemplando aterrada su fin. Se traza una historia en suspenso, donde la plasticidad del cuerpo puede exteriorizar lo que es morir de terror. La brutalidad del rito primitivo podría trasladarse a la brutalidad del rito urbano, en una nueva concepción de la ceremonia tribal. The rite of Spring es una aportación genial contemporánea a las infinitas realizadas sobre la Consagración de la Primavera de Stravinsky, que también hemos contemplado en el Generalife en distintas compañías y versiones. La maestría con la que evoluciona el conjunto, dentro de la escuela y el estilo de Graham, como se revuelve la Elegida en el suelo, aterrada o sobre los brazos masculinos de torsos desnudos que la llevan en vilo, sin poder defenderse del corpulento Chaman que la eligió para el sacrificio, al ritmo frenético de la música genial de Stravinsky, nos emocionó a todos, igual que al comentarista que podía rememorar aquellas emociones. Lo que se desarrollaba en el escenario era una apoteosis de cuerpos de una vitalidad casi inhumana, de sonidos enervantes, de enorme poder comunicativo. Era, al fin, la expresión de la excepcionalidad que, como tantas veces he dicho, justifica al Festival que, al fin yal cabo, puede mirar a su historia para ver caminos. Prodigioso todo el conjunto, uno por uno, aunque nos detengamos en sentir el poder expresivo de Charlote Landers, en una genial Elegida, y en la fuerza de Ben Schultz, en El Chamán. Pero cada uno y una se unieron en una apoteosis que arrebató al público, aplaudiendo y gritando su asombro, como hace 33 años.

Como en 1986, Martha Graham estaba en el Generalife, sino físicamente como en aquella ocasión, sí con lo más inmortal para un creador artístico: su obra. Los continuadores de la Compañía, en este caso bajo la dirección artística de Janet Eilber, llevan no ya la consagración de una técnica, una perfección y un sentido de la comunicación física, que es base de la herencia que dejó la estadounidense en las enormes posibilidades de los cuerpos sometidos al rigor y a la expresión interna que, a veces, no trasciende al espectador acostumbrado a visiones externas, sino el mensaje y el legado emocional de la gran coreógrafa del siglo XX. Era una noche de consagraciones. La del legado inmortal que para la danza contemporánea dejó Martha Graham y la de un Festival que se revitaliza cuando recuerda los mejores momentos de su historia.

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