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Los primeros dos positivos en SARS-CoV-2 de Andalucía se registran el 26 de febrero de 2020, uno en Granada y otro en Sevilla. Sólo unos días después, entre el 1 y el 8 de marzo, se sumaba otra media docena de infectados en esta provincia. Pero entonces no lo sabíamos. Ni siquiera aparecieron en los registros de Salud como casos confirmados en esas fechas hasta muchos meses después. Los diagnósticos y las primeras muertes llegaron en tromba a mediados de mes, nos arrollaron y ahí comenzó un año que recordaremos como uno de los peores de nuestras vidas. Arrancó una batalla contra un enemigo invisible que en Granada se ha llevado 1.500 almas de un plumazo.
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Ir a la noticia: Primer aniversario del coronavirus: el fin de semana que cambió Granada
Durante la última semana de febrero, previa al Puente de Andalucía, el temor al coronavirus se centraba en Italia. En el país vecino ya había decenas de muertos localizados en el norte del país, pero aquellos días Granada aún recibía con normalidad los vuelos directos procedentes de Milán. Los viajeros declaraban extrañados que allí, antes de salir, les tomaban la temperatura y que los aeropuertos estaban casi vacíos; pero aquí, al llegar al aeropuerto Federico García Lorca, encontraban la rutina y libertad de movimientos habituales.
Las calles eran un hervidero. Un partido de fútbol histórico, buen tiempo y reuniones religiosas en plena Cuaresma. No pudieron alinearse más acontecimientos multitudinarios en tan pocos días y en un momento tan crucial para el avance y contagio masivo del coronavirus en Granada. La primera semana de marzo reunió en la calle, en recintos cerrados o en espacios acotados de la capital a decenas de miles de personas, sin demasiadas señales de miedo ni alarma por una enfermedad que ya corría como la pólvora.
Aunque durante los primeros días de marzo coincidieron diversas manifestaciones en las calles de Granada, el fin de semana se convirtió en el colofón con la tradicional marcha del 8-M, que a la larga se convertiría en el centro de la polémica. Unas 20.000 personas acudieron a este recorrido por las calles del centro en la capital. En otras ciudades mayores como Madrid ya se debatía sobre la conveniencia de suspender esas concentraciones.
Ya era oficial, el virus estaba entre nosotros y el confinamiento era inevitable. Se anunció el cierre de colegios y de cualquier actividad no esencial, así que los ciudadanos se lanzaron a los supermercados para hacer acopio de alimentos y de papel higiénico, aunque aún no esté muy claro el motivo de que este producto se convirtiera en el principal objeto de deseo. Las aglomeraciones en las tiendas, que se quedaron con estanterías vacías, tampoco debieron de ser la medida más acertada contra el virus.
Imágenes para la historia. La declaración del primer estado de alarma y el confinamiento estricto que supuso vaciaron calles, carreteras y monumentos. Fue el tiempo de la reclusión en casa, del teletrabajo, de los colegios cerrados y sin ni siquiera una pista sobre lo largo que este proceso iba a resultar. Recorrer la ciudad desierta daba auténtico miedo y parecía fruto de una de esas historias apocalípticas propias de la ficción.
El estallido de la pandemia nos tomó a todos desprevenidos, incluidos los hospitales, que se convirtieron en el epicentro de la pandemia porque no dejaban de recibir enfermos y certificar muertes a un ritmo que hasta entonces era impensable. Los sanitarios no tuvieron periodo de adaptación y su lucha fue muy desigual porque ni siquiera contaban con medios de protección suficientes. Fueron meses en los que una mascarilla era un tesoro.
La actividad de los balcones y los aplausos diarios a las 8 de la tarde durante el confinamiento se convirtieron para muchas personas en una especia de terapia psicológica. Era el momento de desatascar las emociones de unos días llenos de miedo, de expresar el reconocimiento a los profesionales sanitarios e incluso de interactuar con otras personas, vecinos con los que muchos ni siquiera habían intercambiado más de tres palabras antes de aquellos días. En aquellas ventanas al mundo miles de niños colgaron sus dibujos y mensajes de ánimo colectivo: "Todo va a salir bien".
Abuelos que volvían a abrazar a sus nietos, hijos que regresaban a casa y amigos que estuvieron muchos meses sin verse. La desescalada, esa palabra que hemos descubierto también, fue muy progresiva en Granada y no llegó de forma plena hasta finales de junio, el único momento de todo este último año en el que el coronavirus se redujo a niveles ínfimos. De forma escalonada el Gobierno fue permitiendo los paseos, los deportes al aire libre (muchos se hicieron corredores de la noche a la mañana), la apertura de bares y comercios y, por último, la movilidad fuera de la provincia. El verano estaba a la vuelta de la esquina, lucía el sol y la pesadilla parecía haber pasado.
La baja incidencia del coronavirus al inicio de verano permitió la afluencia a las playas, aunque con medidas de seguridad: parcelas en la arena, vigilantes especiales y protección. Los continuos brotes que comenzaron a finales de junio y se desbocaron en agosto obligaron a la Junta de Andalucía a imponer la obligatoriedad de la mascarilla en cualquier circunstancia. Fue el tiempo de los rastreadores en atención primaria para tratar de contener los focos. A pesar de los enormes esfuerzos de estos profesionales, el virus demostró ser más rápido y poderoso que cualquier sistema sanitario, dada su evolución mundial.
Alumnos y docentes han superado el difícil examen de la vuelta a las aulas. Volver a la educación presencial en septiembre, después de seis meses de ausencia, y entre muchas medidas de seguridad, fue todo un reto que parecía casi imposible. Mascarillas, mesas separadas, geles e infinidad de nuevos protocolos han servido para que los contagios se hayan controlado mucho más de lo esperado. Casi todos los centros escolares han podido mantener cierta normalidad.
Llegó el otoño y volvió la afluencia a los bares, el turismo en el puente, las reuniones familiares y los universitarios de fuera. Con tantas ganas de dejar atrás la pesadilla de la pandemia, las continuas concentraciones y la vuelta a la actividad social trajeron la segunda oleada. En Granada, esta fase fue mucho más grave que la primera, con cifras de infectados desconocidas hasta ese momento y un ritmo de muertes insoportable. La Junta tardó en reaccionar porque los datos no eran tan alarmantes en el resto de Andalucía y la situación económica era ya muy complicada; pero al final llegó lo inevitable: nuevo cierre de negocios y movilidad que se extendió casi hasta la Navidad.
No se había conseguido controlar del todo la segunda ola en Granada cuando llegó la Navidad y las autoridades optaron por abrir la mano para permitir reuniones familiares, algunos desplazamientos y las compras en el maltrecho comercio. Con miedo y cierta precaución se pasaron unas fiestas diferentes, porque hasta el premio Gordo de la Lotería tuvo una celebración descafeinada en la capital. Las limitaciones no fueron suficientes y la tercera ola no se hizo esperar en una cuesta de enero que ha sobrepasado febrero.
No había terminado 2020 cuando llegaron las primeras vacunas a Granada. El primer objetivo han sido las residencias de ancianos, lugares donde se ha padecido esta pandemia de forma especial, y los más mayores. A la espera de la llegada de muchas más dosis para emprender la vacunación masiva, esos pequeños frascos son la única esperanza para ganar esta guerra en la que hemos perdido demasiadas batallas, y recuperar nuestras vidas después de un año para olvidar, que en realidad recordaremos para siempre.
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