Cosas de Granada
  • Antonio Muñoz Molina habla en un ensayo sobre María la Borracha y el poeta Rafael Guillén sobre Guacharraca, cuyo estado natural era la embriaguez

  • La filosofía vital del Mangato, popular beodo de Motril, era trabajar poco, dormir mucho y beber siempre

Queridísimos borrachos (y 2)

El Rey Chico El Rey Chico

El Rey Chico

Escrito por

Andrés Cárdenas

A principios de los ochenta, conocí a un dipsómano muy peculiar que durante un tiempo, día sí y día no, me esperaba al terminar mi jornada laboral en la puerta del periódico para darme un sablazo. Era un tipo de buena estampa, un tanto magro y traslúcido, de pajarita en el cuello y de traje ajado por el tiempo. Tenía una melena como de músico loco y, según me contaba, se había quedado arruinado por un negocio fallido que había tenido en su pueblo, pues, aunque vivía en Granada, procedía de Loja. Se llamaba Emilio y pillaba unas curdas de puta madre.

Yo sabía que todo lo que me sacaba se lo gastaba después en cualquier ‘garigolo’ que encontrara abierto a esas horas. Me esperaba, como digo, en el pequeño patio de naranjos que hay en donde estaba la sede del periódico, en Compás de San Jerónimo. Iba una o dos veces por semana. No más porque, me imagino, él sabía hasta donde tenía que tirar de la cuerda para que no se rompiera.

Cafe Suizo Cafe Suizo

Cafe Suizo

Un tal Pedro Luis de Gálvez, un bohemo mitológico que escribió El arte de sablear, un tratado sobre extorsiones picarescas y mendicidades honradas, le dedica al sablista un estudio pormenorizado de su condición. Escribe Gálvez: "El sablista es recatado y cauto. Conserva cierta dignidad; nunca se cree vencido y espera redimirse. Hace lo que el gato: engancha la presa y se la lleva a un rincón para devorarla. En esto de la presa también hay sus distingos: quién quiere la sardina entera, quien se contenta con la raspa y aquel, menos ambicioso o menos diestro, que se apaña con la sombra de la sardina". Emilio se conformaba con la raspa, porque no me pedía grandes cantidades. Con veinte duros se apañaba y siempre me decía que cuando se arreglara lo suyo me devolvería el dinero. Por supuesto yo nunca lo creí y estaba convencido de que aquel parné estaba ya perdido de antemano. Pero me daba lástima Emilio y no sabía decirle que no cuando me pedía prestados veinte duros. Hasta que una noche lo vi distinto. Se había despojado de esa pinta de mamado ilustre. Venía muy peinado, con un jersey de pico y una camisa recién comprada. Parecía un señor que se había ganado por fin todos los gestos de su rostro. Ya estaba yo metiéndome la mano en el bolsillo para darle los veinte duros de rigor cuando él se me adelantó con dos billetes de cinco mil pesetas. ¡Diez mil pesetas! Recibí un sopetón de asombro y puse la suficiente cara de estupefacción como para pedir una respuesta aceptable.

–Toma, esto es lo que te debo. ¿Te acuerdas de aquel asunto que tenía entre manos? Pues ha salido bien.

–¿No habrás atracado un banco? –le dije en plan sorna.

–No, qué va. Heredé un piso de una tía y al fin lo he vendido.

Aquella noche fue la última que vi a Emilio. Nunca más supe de él.

Por allí, por la calle de San Jerónimo, el escritor Antonio Muñoz Molina ha escrito que se encontraba vagabundeando o en los quicios de las puertas una mujer demente a la que llamaban María la Borracha, "desgarrada y gritona como una aparición de Valle-Inclán. Los estudiantes gamberros la insultaban, por pasar el rato, y María la Borracha montaba en cólera y esgrimía un temible bastón con el que daba mandobles en el aire mientras gritaba blasfemias que resonaban en la calle vacía". Los que eran niños a mediados del siglo pasado recuerdan que iban detrás de ella gritándole ¡María no tiene coño! Así conseguían que se levantara la falda para enseñarles sus partes íntimas. Entonces los niños echaban a correr y ella iba detrás lanzándoles improperios. María era buena amiga de los poetas de la experiencia, sobre todo de Javier Egea, también asiduo de barras, tascas y tabernas. "Si alguna vez me pierdo, buscadme en una taberna", había escrito el autor de Paseo de los Tristes. A veces se les veía juntos hablando de libros y de poesía, pues María era una persona culta y leída. Alejandro V. García le dedica un capítulo en su libro Cabezas tocadas. Dice que se llamaba de apellido Alaminos. De ella dice que "exprimió el lenguaje hasta convertirlo en una fábrica de injurias nunca vista".

Bar Alcaicería, en 1951. Bar Alcaicería, en 1951.

Bar Alcaicería, en 1951. / Andrés Cárdenas

El grupo cultural Poesía 70 la homenajeó en vida como si fuera una metáfora. En su afán de recuperar personajes populares para salir en La Pública, Enrique Cabrera, el funcionario municipal encargado de los cabezudos y la Tarasca, quiso elevar a personaje de cartón piedra a María la Borracha. Pero esta ciudad, siempre tan tiquismiquis a la hora de evaluar la moral se opuso a través de cartas al director de los periódicos. Me enteré años después de que su cuerpo había sido donado para que los estudiantes de Medicina hicieran prácticas.

Coetánea suya era La Parrala, que vivía en la calle Seco de Lucena porque era portera de una de las casas de esta calle. Mi amigo Ángel la conoció y me cuenta que siempre estaba ajumada. Mandaba a sus hijos a por vino y les conminaba a que dijeran al tendero que era para el arroz.

–Mucho vino es pa tan poco arroz –les decía el tendero.

Guacharraca

El poeta Rafael Guillén me ha hablado alguna vez de Guacharraca, que vivía en el Albaicín. Mejor dicho, vivía en las tabernas del Albaicín. Cuando los poetas de Verso al Aire Libre, también muy aficionados al vino, se trasladaban al barrio moruno, casi siempre se lo encontraban acodado a una barra. Su preferida era la del Torcuato.

"Rostro colorado, piernas cortas y calzones a lo Cantinflas, saludaba respetuosamente y su obsesión era no molestar a las señoras", escribe Rafael Guillén sobre él en su libro Tiempo de vino y poesía. Precisamente en ese libro Guillén relata las muchas tardes que se juntaban los poetas y pintores para contarse sus cuitas en torno a un vaso de vino filosófico, que bien podía ser un mosto de Huétor o un recio caldo alpujarreño. Guacharraca, en sus delirios más extremos, que eran muy frecuentes, decía que había conocido a Carlos Gardel y a Poncio Pilatos. Una vez le contrataron para ir a trabajar de albañil a Alemania. Estuvo solo dos días en aquel país, el tiempo suficiente para comprobar que allí hacía mucho frío y que no había mejor vida que la que él llevaba en las tabernas albaicineras. Se despidió del trabajo cuando lo pusieron a cavar una zanja.

–Es que yo no soy albañil de pico y pala. ¡Yo soy artista! –les dijo a los alemanes tirando la pala a la zanja.

Bailaba tangos él solo, canturreando y ciñéndose a su imaginaria pareja. Después peroraba sobre esa supuesta e íntima amistas con Carlos Gardel y con Poncio Pilato.

Paco Izquierdo habla en un ensayo sobre personajes del Albaicín de un tal Bordaíco, al que raro era verlo sobrio. Cuentan de él que un día fue llamado para limpiar un tejado a la casa de una marquesa. Estaba llegando al tejado cuando su pie dio con un peldaño roto en la escalera y perdió el equilibrio. El porrazo fue tremendo. Asustados los moradores de la casa salieron en su auxilio y la marquesa mandó a una de sus criadas que fuera a por una copa de coñac para intentar reanimar a la víctima. La muchacha puso un dedo de coñac en la copa y cuando se lo dieron a Bordaíco, este dijo:

–Señora marquesa… ¿Usted cree que con el porrazo tan grande que me he metido no merezco un poco más de coñac? Con esto no se me va el susto ni de coña – dijo Bordaíco despreciando el culo de líquido que le ofrecían.

Me cuenta el pintor Manuel Ruiz que por la calle Elvira había un pintor y un tallista de madera que le pegaba al trinquis. Le decían Manolillo y por lo visto, cuando estaba sobrio, pintaba muy bien. El problema es que comenzara un cuadro estando achispado. Cuenta que un día un adinerado de la Gran Vía, empresario del azúcar, le encargó que le pintara una Santa Cena para cubrir la pared de su enorme salón. Hizo un cuadro estupendo, lleno de realismo y color. Pero el empresario le echó la bronca y se negó a pagárselo porque en vez de doce apóstoles había pintado trece.

–No se preocupe que éste cuando cene se va –dijo Manolillo al empresario señalando uno de los apóstoles que estaba en un flanco.

Algunos vecinos de la Carretera de la Sierra como Juan Zamorano, recuerdan como a mediados de los sesenta del siglo pasado acudía a menudo al bar Las Palmeras una señora distinguida y elegante a la que nadie entendía porque hablaba en inglés. Sus melopeas a base de güisqui eran tales que tras la ingesta desmedida de alcohol se quedaba aturdida en una de las sillas, hasta que llegaba un coche con un chófer que la recogía y se la llevaba. Los parroquianos del bar estaban escamados con la actitud de aquella mujer que era capaz de trasegar una botella de güisqui en un par de horas y que siempre acababa llorando. Un día la señora no apareció más. Fue cuando los vecinos descubrieron que se trataba de la actriz y bailarina Sara Churchil, la hija de Winston Churchil, que había decidido pasar una temporada en Granada para olvidar un amor. Al menos eso imaginaron los que la vieron en tal trance. El chófer que se la llevaba era un funcionario del consulado inglés.

El credo de los borrachos. El credo de los borrachos.

El credo de los borrachos.

Tabernas como El Bimbela, Casa Natalio o la tabernilla de Pepa en la plaza Gran Capitán, eran buenos receptores de personas siempre dispuestas a achisparse. Lo mismo que la Venta Machaco, el Gálvez, el Félix de la plaza Mariana Pineda, El Rinconcillo, El Submarino Amarillo o La Sabanilla, eran otros de los lugares elegidos por los beodos más singulares de la ciudad. Por la noche se podría terminar de pillar la curda en el Rey Chico.

Agua de la acequia gorda

Cuando estuve desplazado en Motril como corresponsal veraniego oí mucho hablar de El Maganto, un tipo tímido para el trabajo y el aseo. A decir por Paco Pérez, el cronista motrileño por entonces, la filosofía de este personaje tan típico en la ciudad consistía en "trabajar poco, dormir mucho y beber siempre". Al parece siempre se tumbaba en un banco de las Explanadas después de una jumera. Dicen que estando en posición horizontal durmiendo la mona, en un instante que abrió los ojos vio que en el banco de enfrente alguien se había dejado una moneda de cinco duros. El Maganto miró la moneda y exclamó:

–¡Qué suerte va a tener el que se siente en ese banco!

Y, cambiando de postura, siguió durmiendo.

De Motril era también Caenas, un personaje de gracias natural y salud precaria que un día se paró en un chiringuito a tomarse un 'culillo' –lo que hoy es un corto– con un amigo cuando éste llamó al camarero para quejarse de que en su vaso había caído una mosca.

–¿Y qué esperabas? –intervino Caenas– ¿Qué por un real te cayera un pavo?

Otro famoso borrachín motrileño era El Correíllo, así apodado porque se ganaba la vida haciendo recados y portando bultos y paquetes. Su estado natural era la embriaguez, aunque tenía su gracia. Una mañana, al verlo una vecina que iba ahíto de aguardiente a las once de la mañana, le dijo en plan reproche:

–¡Otra borrachera, Correíllo!

–No, señora –contestó éste–. Es la misma de ayer.

Un día que hice un reportaje sobre las anécdotas que les habían pasado a los taxistas, uno de ellos, Manolo, me contó que cada año venía a pasar una temporadita en Granada un conde muy rico que vivía en Málaga. Se alojaba en el Alhambra Palace y todas las noches llamaba a Manolo para que lo llevara de parranda a las tabernas y garitos nocturnos. Manolo me contaba que aquel hombre pillaba unas tajadas enormes. Su trabajo consistía en esperarlo en una taberna y llevarlo a la siguiente. Así hasta que a las tantas de la madrugada lo dejaba en el hotel. Manolo me contaba como a veces al ricachón experto en cogorzas y pítimas, le daba por pedirle que lo bajara a la Costa porque quería mojar los pies en el agua del mar. Manolo lo hizo la primera vez, pero a la segunda se dio cuenta de que su cliente no se daba cuenta de nada y a partir de entonces lo llevaba a la acequia gorda a su paso por el Realejo, lo descalzaba y le metía los pies en el agua. El borrachín se creía que estaba en Almuñécar y así Manolo se ahorraba tener que viajar de noche a la Costa. Luego, en la factura ponía las veces que lo había llevado al mar para que el cliente no sospechara.

–Un chollo. Aquello era un chollo –me decía Manolo.

Una encuesta mundial reciente coloca al Reino Unido como el país cuyos ciudadanos más veces se emborrachan a lo largo de un año. Le siguen Canadá, Estados Unidos y Australia. España ocupa el puesto 14 y la encuesta dice que ha subido mucho el consumo de alcohol en la generación más joven. De todas maneras, los borrachos de ahora carecen de la épica de los borrachos de antes. Hasta en eso hemos cambiado.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios