Historias de Granada
  • La cocina granadina suele basarse en productos muy humildes que actúan como un resorte a la hora de recordar nuestra infancia

Donde tengas la olla…

Olla de San Antón, siempre es compartida. Olla de San Antón, siempre es compartida.

Olla de San Antón, siempre es compartida. / Juan Ortiz

La auténtica cocina granadina suele basarse en productos muy humildes, tal es así que uno de sus platos típicos es el que está repleto de papas a lo pobre. El malafollá de Ortega y Gasset dijo que la cocina andaluza en general “era la más pobre, primitiva y escasa de toda la península”. Es cierto que a veces hemos cocinado con sobras y nuestras especialidades han sido muy escuetas, pero nos ha sobrado ingenio para conseguir que los paladares admitan las mezclas de los gustos más distintos. ¿A quién se le ocurriría echar hinojos a un cocido de garbanzos para que ese sabor se meta dentro de nosotros y sirva de resorte eficaz para recordar nuestra infancia? El granadino ha sabido congeniar los productos más modestos con los paladares más exigentes hasta conseguir comidas clasificadas en el apartado gastronómico de '¿y esto qué pollas es?' En nuestros platos estrella se cuelan alimentos muy básicos y que cuestan poco dinero. Algunos de ellos son el resultado de inventos gastronómicos de una mente que ha diseñado un plato con lo único que tenía en su humilde despensa. Así nacieron por ejemplo la olla de San Antón, el remojón granadino, el plato alpujarreño, las habas con huevo frito o la tortilla Sacromonte, por poner solo cinco platos realmente autóctonos por los que nos pirramos los granadinos.

Hoy, 17 de enero, es el día de San Antón y en muchos restaurantes granadinos te ofrecerán la famosa olla dedicada al santo de los animales. La actual pandemia ha aminorado las ocasiones de comer este sabroso guiso elaborado con habas, arroz, morcilla y casquería de cerdo. El plato debió inventarlo alguna granadina que no teniendo nada ese día que poner en el fogón se le ocurrió echar las citadas legumbres con lo que se había desechado de la matanza. La pringá que se hace con el revuelto de tocino, morcilla, oreja y carne es una obra cumbre de la naturaleza gastronómica.

Bodega Granados en la Carrera de la Virgen. Bodega Granados en la Carrera de la Virgen.

Bodega Granados en la Carrera de la Virgen.

La olla de San Antón seguramente es el plato típico que más poder tiene a la hora de congregar a la gente. Y el que sirve como término para posible pareado cuando se dice eso de: Donde tengas la olla… Durante muchos años un grupo de periodistas estuvimos reuniéndonos allá por mediados de enero en cualquier restaurante que pusiera olla de San Antón. Era un ritual. Nos poníamos morados de habas cocidas con arroz y carne de cerdo. Las digestiones eran tan lentas y pesadas que nos rebajaban hasta límites de la modorra las ganas de darle a la tecla. También desde hace años un grupo de amigos nos reunimos en casa de Fernando y Nanni, que nos preparan una olla exquisita. Este año, debido a la maldita pandemia no podremos hacerlo. Queda la alternativa de hacerla y conectarnos todos por ordenador en una reunión virtual, pero seguro que no es lo mismo.

La olla de San Antón se suele acompañar del remojón granaíno, que se hace con trozos de naranja, bacalao seco, cebolleta y aceitunas negras. Hay quien le echa patatas cocinas o huevo duro. Si las naranjas son del Valle de Lecrín, mucho mejor. Allí se cultivan no muy lejos de los olivos y los lugareños saben que ambos cultivos se llevan bien y son una fuente de salud.

Así eran las bodegas Castañeda primitivas. Así eran las bodegas Castañeda primitivas.

Así eran las bodegas Castañeda primitivas.

En cuanto a las habas, alcanzan un nivel sublime en Granada cuando la materia prima viene de algún pueblo de la Vega. A las habas fritas se les echa trocitos o lonchas de jamón y se pone un huevo frito en medio y se convierte en el plato preferido de miles de granadinos. Para mi buen amigo Tico Medina es algo que inventaron los dioses. Es lo que pide siempre que viene a Granada. También las habas se comen crudas acompañadas de trozos de bacalao en seco.

El plato alpujarreño

La misma humildad gastronómica hay en el invento del plato alpujarreño, que varios hosteleros de la comarca se lo apropian. Dicho invento se produjo cuando un numeroso grupo de turistas entró un día a un restaurante cuando estaba a punto de cerrar. El dueño del negocio no tenía comida para tantos e ideó sobre la marcha un plato con un trozo de chorizo, una morcilla, un huevo, pimientos fritos y una loncha de jamón, que por allí lo hay abundante y bueno. Le dijo que aquello era un plato alpujarreño y los turistas quedaron encantados. Y el dueño del negocio más, pues por poco dinero hizo ese día la caja de su vida.

Una de las bodegas Tres Emes que había en Granada. Una de las bodegas Tres Emes que había en Granada.

Una de las bodegas Tres Emes que había en Granada.

También es curioso el invento de la tortilla de Sacromonte. Creo que ya lo he contado en otra entrega, pero resulta que hay varias versiones. Una de ellas apunta a una gitana del Sacromonte que pidió a un carnicero los despojos de un cordero para echárselas a sus perros. A esos despojos les echó un par de huevos e inventó la tortilla con el nombre del barrio en donde vivía. Pero hay más versiones. Me cuentan que estas tortillas se las preparaban al alumnado del internado que había en la Abadía para economizar. He hablado con algunos antiguos alumnos de aquel colegio de los que quedan vivos y me dicen que ellos no tienen constancia de ello.

Fachada de las Bodegas Granadinas. Fachada de las Bodegas Granadinas.

Fachada de las Bodegas Granadinas.

Sí parece más probable la versión que ha quedado por cierta, aunque seguramente tampoco lo sea. Es esa que dice que la receta de la tortilla de Sacromonte nació un día en el que abad, para celebrar San Cecilio, invitó a las autoridades granadinas a comer cordero. Adquirió dos ejemplares que el cocinero preparó la noche anterior, dejándolos limpios de vísceras, tripas y otras interioridades. Pero un caco, o alguien con mucha necesidad de comida, entró esa noche en la abadía y se llevó los corderos. Los despojos no los quiso. Gracias a eso el cocinero de la abadía inventó la tortilla hecha con los despojos de los corderos. Por lo visto a los invitados les gustó aquella tortilla, aunque no supieran qué llevaba.

Yo no lo he visto, pero mi colega Jesús Lens me cuenta que en un episodio de una serie de televisión sobre Hannibal Lecter, el famoso asesino al que le gustaba comer vísceras, hace una alabanza de la tortilla de Sacromonte. Dice algo así que cuando era joven vino al barrio gitano de Granada y probó una tortilla muy exquisita hecha con sesos de animales. Por lo visto el asesor culinario de la serie es el famoso chef español José Andrés y permite que el famoso asesino del Silencio de los corderos pruebe la tortilla de Sacromonte y quede encantado con ella. “Huuuummmm. Felicidades al barrio de Granada”, dice cuando prueba la tortilla.

En cuanto al pan, siempre ha sido bueno por nuestros lares, siendo del de Alfacar el que se ha llevado la palma. Pero aquellos panes hechos en hornos de leña ya apenas se encuentran y muchas veces tienes que hacer de Sherlock Holmes para encontrar algunas panaderías que siga haciéndolo. Se sigue elaborando pan bueno en Granada, pero cada día nos meten más el que está elaborado industrialmente con prisas y con la masa precocinada. Cada cual tiene su panadería favorita, pero yo soy capaz de ir andando desde mi casa del Camino Bajo de Huétor hasta el Albaicín solo para comprar un pan árabe, unas salaíllas o una hogaza en la panadería María, muy cerca de Plaza Larga.

El vino, hasta hace unos años en que nos hemos puesto en el ranking de los buenos caldos, era el del terreno o del que cosechaba el propio para el consumo propio y el de sus vecinos. Ahora tenemos marcas que ganan premios. Sin embargo, el granadino aún no se ha reconciliado con el vino que se hace aquí. En muchos bares y establecimientos de bebidas no lo tienen en sus ofertas porque dicen que no se pide lo suficiente como para generarles las ganancias que les ofrecen otros vinos de la Ribera del Duero o de la Rioja. Pero a veces no se piden lo suficiente porque no se tiene en el establecimiento, por lo que llega a ser ese círculo vicioso que nadie puede romper. Una asignatura pendiente de los granadinos es apreciar el vino que se hace aquí.

Las bodegas

Hubo un tiempo que al granadino consumía el caldo a granel que venía de Albondón o de algún pueblo de la Contraviesa y que se podía degustar en muchas bodegas granadinas.

Antes de establecerme definitivamente en Granada, yo solía venir por aquí para reunirme con los amigos que estaban estudiando alguna carrera. Éramos estudiantes y recuerdo que muchas noches las dedicábamos a recorrer bodegas, donde por veinte o treinta pesetas te podías comer un bocadillo de morcilla con un vaso de vino valdepeñas o costa. Las bodegas, con su inconfundible olor a vinazo cautivo y a mostradores sobados, se diferenciaban de los bares o de las tabernas típicas porque solían ser más espaciosas y tenían pellejos, barriles o grandes vasijas de barro desde donde se trasegaban el vino, el vermú o el moscatel. Eran como una especie de franquicias. Los vinateros compraban los locales, instalaban sus tinajas, les ponían el nombre y las realquilaban con la condición de que el arrendatario vendiera sus vinos. No solían ponen tapa, por eso andaban por allí siempre los vendedores de cacahuetes o de camarones ofreciendo cucuruchos de sus productos. En algunas le realquilaban un pequeño espacio a alguien para poder vender bocadillos u otras tapas. En cuando al café, allí no solían tener. Lo primero que vendían eran aguardiente y coñac a los primeros clientes de la mañana.

Bodegas Espadafor, en la Gran Vía. Bodegas Espadafor,  en la Gran Vía.

Bodegas Espadafor, en la Gran Vía.

Recuerdo haber ido a finales de los setenta a las Bodegas Muñoz, que estaban en la calle Párraga. Grande y espaciosa, con fregaderos de cobre y por las que se paseaba un señor vendiendo peladillas y cacahuetes con cáscara para acompañar al vino que salía de unos grandes toneles apegados a pared. Muy cerca estaban las Bodegas Granadinas, que servían en jarras un vino blanco y algo dulzón que le llamaban ‘pálido’ y en donde había otro señor vendiendo cartuchos de cacahuetes. Fueron de las primeras en poner pollo asado. Había unas que se llamaban Las Tres Emes, con vasijas muy grandes y que estaban distribuidas por la ciudad: Plaza de la Mariana, Albaicín, Zaidín… Estaban las Bodegas San Luis, en la calle Sarabia, donde ponían riquísimos bocadillos de calamares, y las Bodegas Castañeda, que antes estaban juntas y en ellas tomaban el vermú media Granada. La comida se pedía aparte. En una de las esquinas había un puesto pequeño en donde se podía comprar bocadillos pequeños de morcilla, atún o anchoas. También Bodegas La Mancha, que todavía existen muy cerca de las Castañeda, donde te ponían y te ponen un vermú de los de repetir. Tanto en una como en otra los bocadillos de morcilla eran exquisitos. En la Carrera del Darro estaban las Bodegas Espinosa, que creo que se llamaban así por estar cerca del puente del mismo nombre. Empezó siendo un local para currantes y terminó siendo de estudiantes. Orfer, el fotógrafo, me habló de unas a las que él iba de zagalón que se llamaban Bodegas Navarro, que estaban en la calle Elvira. Las regentaba un vejete llamado Pereira, que había sido cocinero en un barco mercante y tenía un loro que decía buenos días y buenas noches a los clientes. Pereira hacía unos callos que ya quisieran los madrileños y por cincuenta céntimos podías tomar una taza de caldo de los caracoles y una rosquilla. De allí nadie salía sin decir que se había comido una rosca. Estaban las Bodegas Alegría, que te daban los bocadillos por una ventanilla pequeña, como si fuera la taquilla de un cine. Tenía un comedor interior con un bajorrelieve muy grande y un desnudo, uno de los pocos que podíamos ver por aquellos años.

La última que ha cerrado -hace un par de años- ha sido la de Espadafor, que estaban en las cercanías de la Gran Vía. Tenía más de cien años de vida y fue fundada por Francisco Espadafor. Estas bodegas eran estéticamente muy bonitas con sus azulejos de fajalauza, sus carteles taurinos, sus barriles, su sempiterno cartel de ‘se prohíbe el cante’ y su vistoso mural de Nono Carrillo que recorría las escenas de la viticultura.

Un local que empezó como bodega y terminó como taberna, fue el regentado por los hermanos Granados. Le decíamos el ‘de las puertas verdes’ y estaba por debajo de la basílica de la Virgen de las Angustias. El bar sigue existiendo, pero pasado por la criba de la modernidad. Los hermanos Granados solo tenían de tapa maní o aceitunas. Si te ponían un trozo de tomate te podías sentir afortunado. A pesar de ello tenía una clientela fija y fiel que era capaz de soportar estoicamente las veleidades de sus dueños, que no tenían un horario fijo que cumplir. Recuerdo que en interior había un letrero que decía algo así como ‘abrimos los lunes, miércoles y viernes. Si usted viene uno de estos días y no estamos, es que no hemos coincidido”.

“Lo más curioso de esta taberna es que los hermanos tenían dividida la barra en dos. El grifo de cerveza era la frontera y los hermanos no invadían sus respectivos espacios. Su mejor vino, el mejorana”, me dice Antonio Espina, un fijo de la casa.

Había muchas más bodegas de las que ustedes sin duda se acordarán, pero yo he pillado un colocón con nombrar solo estas. Salud.

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