El Ferial, de bote en bote en su día grande... como el Metro
El transporte público se convierte estos días en una opción muy demandada para llegar, e irse, a las casetas que pueblan Almajáyar
Los seises danzaron ante la Sacra Custodia

El jueves, el Metro se llenaba de lunares y abanicos. Una madre le arreglaba el recogido a su hija de 10 años, mientras un grupo de adolescentes comentaba lo que les esperaba. “Yo no pienso salir del ferial hasta que el cuerpo me pida churros con chocolate”, decía uno de ellos. Cada cual vive esta feria a su manera.
Una abuela compartía miradas cómplices con su nieta. Ambas, radiantes, llevaban sus vestidos hasta el suelo, unos pendientes que caían rozando el cuello y sus flores colocadas bien altas en la cabeza. “Es solo una vez al año, así que nos preparamos para disfrutarlo como tal. Si no voy bien vestida para la ocasión, no voy igual de contenta”, afirmaba la joven. Mientras, la impaciencia podía con los más pequeños. “¿Cuántas paradas quedan para llegar?”, preguntaba uno de ellos varias veces a su familia, incapaz de contenerse.
Hacía calor, sí, pero también había un entusiasmo contagioso. En cada parada unos cuantos se subían, pero bajarse... casi nadie se bajaba. Granada entera se dirigía al mismo lugar y el vagón parecía una fiesta. Algunos aprovechaban el trayecto para retocarse el maquillaje. Otros revisaban los horarios del bus ferial para la vuelta. “¡Ya veo la feria! ¡Ya veo las atracciones!”, gritaba, esta vez emocionado, el niño que contaba los minutos para bajarse en Jaén, esa ansiada parada.
Al llegar, el ambiente se disparaba. Una riada de gente salía por las puertas, como un torrente que buscaba abrirse paso a toda prisa. Ahora sí, el metro se vaciaba mientras que la salida hacia Almanjáyar era un desfile de volantes y voces que se gritaban entre sí para no perderse. Otros tantos llegaban por la calle Iznájar, recién apeados del autobús. Ya se oía la música. Ya se olía la feria.
Las canciones de los columpios se mezclaban con el ruido del paso de los caballos, con los globos explotando en los puestos de juego, pero, sobre todo, con los gritos entre risa nerviosa y euforia. Esos gritos de vértigo que buscaban soltar toda la adrenalina cuando, en lo más alto de la atracción, aparecía ese cosquilleo en la barriga. “¡Vaya caras llevamos!”, soltaba un grupo entre risas al ver su foto de recuerdo en el Ratón Vacilón. “Nosotros somos muy miedicas, ya con esta atracción tenemos suficiente. No somos capaces de subirnos a esas que te ponen boca abajo”, explicaban. Del mismo modo, a las puertas del Giant XXL (esa atracción que se ve desde lejos, más alta incluso que la noria), Alejandro les sujetaba las cosas a sus amigos. Todos bajaban llevándose las manos a la cabeza. “Me he mareado. Hasta he tenido que cerrar los ojos, pero ha sido alucinante”, explicaba. Pero Alejandro lo tenía muy claro: “Aunque me intentéis convencer, no me voy a subir. Ni hoy, ni en los días que quedan de feria”, respondía entre risas como quien ya se conoce demasiado bien.
Para aquellos que estaban cansados de reguetón o música enlatada, la caseta institucional ha ofrecido un respiro, un paréntesis con sabor a raíz y frescura. Durante unas horas, el bullicio habitual dio paso a una propuesta más variada, pensada para quienes buscan algo distinto sin renunciar a la fiesta. La jornada la abrió el Coro Rociero Duende con un directo de lo más tradicional. Unos acordes de guitarra, el repique de las castañuelas, un cajón y un grupo, con la mujer como protagonista, interpretaban La puerta o La próxima primavera. Algunas palmas comenzaron tímidas desde las mesas, pero pronto más de uno se levantó, y como si de un imán se tratara, un corro de sevillanas ocupó el centro de la caseta, mezclando diferentes generaciones. A eso de las 20:15 horas, la bachata llegó desde Churriana de la Vega de la mano del grupo de baile Solera. Pero eso no fue todo. La variedad estaba servida con coreografías contagiosas de temas tan clásicos como One Way Ticket, u otros más recientes como Perdonarte, ¿para qué?
Y las más pequeñas fueron las últimas en subirse al escenario con la Escuela de Baile Sofía Carmona. El grupo de niñas alzaba las manos con arte y desparpajo, contagiando su entusiasmo al público, que no tardó en ovacionarlas.
Si en los días previos a la feria abundaban las despedidas de estudiantes que partían a otros lugares, ayer fue un día de reencuentros. Porque Granada es ciudad universitaria, pero están quienes la dejan y también quienes vuelven a ella. “He pasado el curso fuera por Erasmus y estos días son la excusa perfecta para reunirme con la gente que no he visto en todo el año”, decía Marcos. Sentada se encontraba Ana, una amiga que estudia un máster en Madrid. “La feria es la inauguración perfecta para las vacaciones de verano”, añadía.
Así, poco a poco, las míticas escaleras del ferial se llenaban de color, entre aquellos que esperaban, que descansaban o que aprovechaban la perspectiva para hacer unas fotos y, sobre todo, muchos selfis. “Hoy se nota más ambiente. Además, parece que al estar nublado está refrescando antes. Han caído un par de gotas. Eso se agradece, porque llevamos unos días de feria con mucho calor”, puntualizaba Sara, otra joven sentada en las escaleras.
Entre tanto movimiento, una señora en silla de ruedas comentaba con una amiga: “Antes no veníamos porque el suelo era incómodo para mí, pero ahora que lo han mejorado un poco, aquí estoy”. Ese arreglo, que también repercute en la accesibilidad, ha hecho que la feria sea un lugar más acogedor para todos. A su lado, un joven contento señalaba que era el único día en toda la semana que podía venir. Era festivo y, aunque el cielo estuviese cubierto y amenazase con algún que otro chapetón, nada lo iba a parar: “Si hay feria, hay que aprovechar”.
La noche se estiró como un chicle. Pasadas las 22:00 horas, cuando los columpios seguían girando y en las casetas el rebujito se servía sin tregua, ya había gente regresando a casa. Padres cargando en brazos a los niños o grupos de adolescentes que luchaban por mantener la energía. Pero, aun así, ya había algunas que hasta caminaban descalzas. “Llevo todo el día con los tacones, ¡estoy deseando tumbarme en la cama!”, contaba Lucía con el moño medio deshecho.
El Metro funcionaba sin pausa, pero los vagones iban a reventar. Incluso ha habido quien ha optado por no esperar. “Hay demasiada gente y prefiero pedir un taxi”, explicaba una de las jóvenes a sus amigos al llegar a la parada. “Si os animáis, nos vamos andando directamente”, comentaban otros. “En días así, el transporte público puede llegar a ser agobiante y las colas para el taxi se hacen kilométricas a la hora de irse”, afirmaban Ángel y María, dos jóvenes que habían decidido acercarse en coche.
Porque al mismo tiempo que unos se iban, había quienes apenas estaban llegando. Los vagones que subían al ferial seguían llenos de cuerpos aún frescos, recién maquillados, todavía con la energía de la primera copa y la fresquita de la noche que entraba. El andén era un mundo en sí mismo. Estaba el que volvía, el que se quedaba, el que se lo pensaba en el último momento. Una imagen curiosa, como el cruce de dos mareas, pero ambas con algo en común. Nadie ha querido perderse la feria en su gran día.
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