Granada da el Do de pecho para despedir el Corpus
Los granadinos hacen un último esfuerzo para cerrara sus fiestas
La Banda Municipal despide la noche con un concierto en el Palacio de Congresos
Del cucharón al chaparrón: el Corpus vive la antesala de su final

Por las escaleras del Palacio de Congresos subía una marea de gente. Eran las 20:45 horas del último sábado del Corpus y la ciudad no quería perderse el concierto de la Banda Municipal. Algunos cuerpos cansados pedían sofá, pero en el último día uno se resistía. Más calle, más música, más farolillos, hasta fuegos artificiales si hacía falta. Granada no sabe irse de puntillas. Aquí las cosas se celebran con todo. Por eso, la explanada vibraba antes de la hora citada. Los asientos ofrecidos habían sido muy codiciados. Familias enteras, algunas con picoteo o hasta sillas plegables traídas de casa, buscaban su lugar perfecto.
Parejas con los ojos brillantes por el calor caminaban sin prisa, como si quisieran estirar las últimas horas. Turistas despistados se sumaban sin saber muy bien a qué, pero encantados de estar. “Hemos venido a pasar unos días de vacaciones, sin saber que coincidían con la feria”, contaba un británico que viajaba con su pareja. “Nos enteramos ayer, paseando por el centro. Nos hemos acercado al ferial un rato y ahora venimos a ver el espectáculo antes de volver al hotel” explicaba.
La orquesta afinaba. Los fuegos esperaban. Y el cielo se despejó para convertirse en un escenario de cascadas, palmeras de luz y luces de todos los colores durante más de quince minutos. La ciudad no parpadeaba. “Nosotras venimos por los fuegos. Y porque ayer teníamos plan, pero se canceló por la lluvia. Así que hoy... doblete”, afirmaba Laura.
El recinto ferial de Almanjáyar también vivía su último impulso. Nadie bajaba el ritmo tras la tormenta que ayer había dejado a media Granada en casa, mirando el móvil, consultando el radar de lluvia, dudando. Mientras, el ferial se quedó con las calles vacías y los columpios a medio gas. “Íbamos a venir ocho, al final vinimos tres”, decía Ismael mientras sujetaba un mojito en una de las casetas. “Hoy hemos recuperado al equipo. No podíamos faltar”, concluía. El ambiente del sábado guardaba el último brindis.
En otra caseta, un grupo de jóvenes de Almería bailaba sevillanas con total entrega. “Venimos ensayados”, decía Joel, estudiante de Fisioterapia. “Mi tía nos da clases exprés cada primavera. Como no vengamos con los pasos preparados, nos echa de casa”, explicaba entre risas.
Alba tiene 25 años, una coleta apretada y unas ojeras que gritaban cansancio. “Oposité esta mañana a maestra. Literalmente, esta era mi única noche. He estado encerrada estudiando todo el mes. No he pisado la feria. Estaré pocas horas porque estoy cansada, pero no me lo pierdo por nada”, decía, mientras hacía fila en un puesto de papatas asadas con tres amigas que la acompañaban “para celebrarlo, suspenda o apruebe”.
No llevaba traje de flamenca, pero tenía las uñas pintadas de rojo feria. “Para sentirme dentro, aunque sea hoy”. Su historia se repetía en varios grupos. Los que estudiaban, los que trabajaban, los que se mojaron el viernes… que el sábado se echaron a la calle con la sensación de estar cerrando algo que importaba. Una especie de pacto sin firmar. Si era el último día, que no sobrase nada. Ni una risa. Ni una sevillana. Ni un plato por compartir.
En la zona de los columpios, el bullicio tenía otra forma. No había rebujito ni palmas, pero sí muchas luces y gritos agudos de emoción. Los niños correteaban con algodón de azúcar pegado a las mejillas. Padres y abuelos cargaban mochilas, carritos y alguna que otra chaqueta “por si refresca luego”. El viernes, muchas de esas atracciones no llegaron a encenderse. El sábado, en cambio, no pararon.
“Estábamos pendientes del cielo, pero al final está espléndido. La niña lleva toda la semana pidiéndome los coches de choque”, contaba un padre mientras esperaba turno con su hija, que apenas le llegaba a la cintura. En la fila de al lado, una abuela repartía monedas a sus dos nietos con una consigna clara: “Uno y uno. Y luego, a cenar y a dormir a casa”.
Los puestos de comida no daban abasto. En uno humeaban hamburguesas con queso fundido. En otro se servían bocatas de lomo con pimientos a velocidad de campeonato. Los aromas se mezclaban y cambiaban según se caminaba. Primero gofres, luego chorizo, después pollo asado. “Llevamos dos días comiendo mal, pero contentos”, confesaba Dani, de 26 años, que esperaba a que le sirvieran una salchipapa “que va directa al alma”.
Mientras tanto, los más pequeños se agrupaban ante el clásico puesto de los globos. “Este año hemos ganado tres peluches. ¡Pero todavía ni hemos cenado!”, contaba una madre riendo, aunque con cara de necesitar pillar la cama. Cerca, un grupo de jóvenes decidía que esa noche no había más normas. “En cada feria nos tomamos unos buñuelos y esta vez aún no lo hemos hecho, así que tendremos que juntarlos con la cena”, decía uno de ellos. Luego darían una vuelta más para decidir cuál sería la última atracción antes de pasar a la zona de casetas. Porque era sábado, porque era Corpus, y porque quedaba poco.
A medida que avanzaba la noche, la feria seguía viva, como si no quisiera apagarse. No era nostalgia. Eran las ganas de aprovechar. Cada rincón del recinto vibraba con su propia música. Una caseta sonaba por bulerías, otra por pop de los 2000, otra por reguetón clásico. La gente saltaba de una a otra sin mapa. Solo había una dirección. Disfrutar lo que el reloj permitiese.
Granada no se despidió con silencio. Lo hizo con ruido, con calor, con vida. Porque el reencuentro quedaría lejos. Al día siguiente tocaba recoger, descansar y curarse los pies. Pero esa noche la ciudad siguió siendo feria. Y nadie quiso perderse lo que aún quedaba por celebrar.
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