El monasterio de San Jerónimo, el reposo de una emperatriz y la obsesión de una monja
El ADN de Granada
Tras la desamortización de Mendizábal fue convertido en cuartel y antes había sido saqueado por los franceses
Sor María de la Cruz Arteaga recupera el monumento para la orden Jerónima en 1973
La calle Duquesa, larga, estrecha y con más historia que ninguna
El patio del Monasterio de San Jerónimo es muy collejo. Tiene naranjos que parecen estar de vacaciones: recibiendo tranquila y plácidamente el sol de noviembre. Y tiene siete arcosolios, que son huecos abovedados en forma de arco. Y piedras de siglos bien puestas. Solo faltan un almiar para que el patio parezca una era. El monasterio tiene historia como para parar un tren. Es el primer monasterio que fundan los Reyes Católicos tras cristianizar Granada. Primero intentan construirlo en Santa Fe, pero luego lo hacen en donde está ahora. El claustro, que es donde los monjes pasaban la mayor parte del tiempo, es de estilo gótico. En su entrada hay un lema que dice: “Soli Deo honor et gloria” (Sólo a Dios honor y gloria). También está el año de su construcción: 1593.
Dentro está la imponente iglesia, una nave rectangular con cuatro tramos. Allí los ojos del visitante se abren como las granadas cuando revientan. ¡Hay tanto esplendor! A ambos lados están las capillas laterales y se construyó siguiendo también el estilo gótico de la época. La capilla mayor, sin embargo, es renacentista. Gran parte de las obras las financió María Manrique, la duquesa de Sessa, esposa de Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado el Gran Capitán. Por eso hizo que en esta capilla enterraran a su marido. Así que allí están los restos de tan ilustre militar, o lo que quedan de ellos porque la tumba fue profanada por los franceses cuando ocuparon la ciudad durante la Guerra de la Independencia. Lo de profanar tumbas lo habían puesto de moda los revolucionarios del país vecino unos años antes. Durante su conflicto social y político, las tumbas de los reyes debían ser abiertas, violadas y despojadas de todo símbolo de poder. La del Gran Capitán la abrieron, pero para despojarlo de cualquier sortija o pieza de oro que llevara encima. Lo que encontraron fue el lema en su escudo que decía que era “vencedor de franceses y turcos», lo que enfureció a los profanadores, que no dudaron en dispersar sus huesos por los alrededores del monasterio.
Gonzalo Fernández de Córdoba es un personaje muy ligado al ADN de Granada, en donde pasó los últimos años de su vida y en donde vivió armoniosamente con su esposa María de Manrique. Era un hombre apuesto con aire patricio que había ganado algunas batallas importantes (Ceriñola y Garellano, entre ellas) y que tenía cierto carisma. Fue el protegido de la reina Isabel de Castilla y se hizo amigos del rey Boabdil, a quién acompañó cuando éste partió hacia el exilio. Al morir Isabel I de Castilla comenzaron los rumores de que el Gran Capitán había despilfarrado el dinero en sus campañas de Nápoles y Sicilia y Fernando el Católico, que se las daba también de ser su amigo, le pidió cuentas de los ingresos y gastos, como hace Hacienda con los españoles todos los años. El Gran Capitán se sintió ofendido y haciendo uso de su ironía y de su sarcasmo, le respondió con un listado de gastos que conformaron las ya famosas ‘cuentas del Gran Capitán’: “Cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a nuestros enemigos. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate […] Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces al rey, que pide cuentas a quién le ha regalado un reino, cien millones de ducados”.
Los franceses no solo desparramaron los restos del Gran Capitán, sino que utilizaron piedras de los sillares del monasterio para construir un puente sobre el río Genil: el Puente Verde.
El canje
Cuando vino la desamortización de Mendizábal en 1835 los monjes fueron desalojados de allí y el monasterio fue transformado en cuartel. Allí metieron caballos, carros y burros de todo tipo. Hasta que lo adquiere Sor María Cristina de la Cruz Arteaga, hija del duque del Infantado, una poetisa e historiadora que se había metido a monja jerónima. Ella era propietaria del Carmen de los Mártires, que vendería al Ayuntamiento por doce millones de pesetas a cambio de que el alcalde, Manuel Sola por entonces, intercediera para que el monasterio pasara a ser de nuevo de los jerónimos. La monja, obsesionada por recuperar el monumento para la orden, destinó el dinero de su herencia a rehabilitarlo y pasó a tener en usufructo la titularidad del mismo. En 1973 se le cedió a sor María Cristina el monasterio y en 1974 se firmaron las escrituras definitivas. Desde 1977 viven en él un puñado de monjas jerónimas que provenían del convento de Santa Paula. Sor María Cristina murió en 1984 con su sueño cumplido. Ahora hay abierto un proceso para beatificarla y canonizarla.
En el monasterio está el llamado Claustro de la Emperatriz porque allí pasó parte de su luna de miel Isabel de Portugal, que se había casado con el emperador Carlos V. Por lo visto, según teoría de algunos historiadores, durante la estancia de los recién casados en Granada en 1526, hubo una serie de terremotos que asustaron a la emperatriz, por lo que abandonó la Alhambra, que es donde se alojaba, y se hospedó en el Monasterio de San Jerónimo, que estaba recién construido como quien dice. Más vale piedras nuevas que piedras viejas, debió pensar la emperatriz. Otros historiadores no dan por buena esta versión y dice que la emperatriz se quedó preñada (del que luego serían el rey Felipe II) en La Alhambra y que para evitar tanto trajín institucional quiso reposar tranquilamente en el monasterio, que estaba en el extrarradio de la ciudad y en donde se había alojado gran parte de su séquito portugués. Nada de terremotos. El emperador iría a dormir con ella todas las noches cuando dejara sus asuntos de Estado en las dependencias del monumento nazarí.
Una fecha importante para el monumento es la del año de 1723, que es cuando se le encarga al taller de Juan Medina que cubra los techos y las paredes con pinturas murales. En esos trabajos, que duraron trece años, los pintores echaron el resto porque están Homero, Cicerón, Escipión y hasta Aníbal. Las mujeres son Judith, Débora, Esther… Y allí están, tan frescos como el primer día.
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