Érase una vez un actor

Érase una vez un actor
Carlos Colón / Sevilla

28 de septiembre 2008 - 05:00

Moo nos andemos con rodeos; Paul Newman entró en el en el cine por la cara. Esa sonrisa dentífrica ajena a cualquier conato de caries, ese perfil pétreo que alguien comparó al de una estatua griega, esos ojos que más azules no cabría imaginarlos… Paul Newman entró por la cara, pues sí, pero él siempre quiso ser actor. A ser posible, un gran actor. Y a conseguir su propósito consagró su carrera -quizás no todo su cine-, más de medio siglo, se dice pronto, de reinado en la gran pantalla.

Con un tipo como el suyo sorprende que no debutara hasta bien cumplidos los treinta. Newman se puso delante de las cámaras aprovechando la brecha abierta por gente como Marlon Brando o James Dean. De hecho, nunca ocultó su admiración por el primero; hubiera sido absurdo negarlo: sus primeros trabajos acumulan tics extraídos de esa manera de interpretar, entre el cálculo y el instinto, que Brando llevó a sus cotas más altas en aquellos años. Newman nunca coincidió con éste, pero sí, aunque de manera peculiar, con Dean; el otro referente a tener en cuenta en sus inicios.

Paul Newman se barajó para el papel protagonista de Al este de Edén (1955), que fue a las manos de James Dean. Habría sido un debut por todo lo alto, pero él tuvo que contentarse con un acartonado relato bíblico, El cáliz de plata (1955), en el que en su descargo diremos que hizo lo que buenamente pudo. No obstante, la muerte en accidente de Dean en septiembre de ese año, hizo que recayeran en él una serie de proyectos ideados para el malogrado actor. El éxito no se hizo esperar y Paul Newman habría podido vivir del cuento gracias a sus azulísimos ojos. Pero insistimos en que él quería ser un actor. Más aún, un gran actor.

Sus siguientes elecciones no carecieron de riesgo, sino de singularidad. Interpretó al boxeador Rocky Graziano (en Marcado por el odio) o al equívoco Brick, que no quiere irse a la cama con su esposa, la explosiva Elizabeth Taylor (en La gata sobre el tejado de zinc), tal como lo habría hecho un Marlon Brando menos hosco, y asumió el rol de Billy el Niño (en El zurdo) haciendo del pistolero un rebelde sin causa tan del gusto de los adolescentes allá por los 50; sin embargo, algo ocurrió en el salto de década (quizás se dijo basta ya de intentar parecerse a otros) y cuando aceptó el papel de Eddie, el jugador de billar en la obra maestra El buscavidas (1961), mostró un temple todo suyo. Newman pasó de la interpretación extrovertida, al borde del histrionismo, a una economía expresiva infinitamente más interesante. También Brando había dado este paso hacia la contención, pero mientras éste incurría en un laconismo afectado, Newman jugó la baza de una sobriedad sobrada de matices que, andando el tiempo, lo acercaría a actores clásicos como Henry Fonda o Cary Grant. A veces, mirar atrás te permite escoger el mejor camino de delante.

Para evitar el encasillamiento en el papel de galán guapetón, o quizás porque suelen ser desafíos más tentadores y dificultosos, Newman estuvo siempre tentado por los personajes negativos. No eran exactamente malvados zarrapastrosos, pero tampoco héroes de una pieza. Dio vida a un gigoló en uno de los melodramas más arrebatadores de los 60, Dulce pájaro de juventud (1962), a un ranchero sin escrúpulos en Hud, el más salvaje entre mil (1963), al presidiario de La leyenda del indomable (1967) o al estrambótico comisario Roy Bean en El juez de la horca (1972). Además supo reírse de sí mismo cuando llegó el caso e incluso en cometidos tan cómodos como los de Dos hombres y un destino (1969) o El golpe (1973), en los que el director no le pidió más que estar ahí, en la pantalla, el actor procuró añadir esa nota cínica que diera cuerpo al personaje.

Hay un momento en la vida de estos animales de la interpretación en que dejan de ser actores para convertirse en presencias. Tienen tanta experiencia acumulada, tantos metros de película a sus espaldas, y son tan reconocibles para el espectador, que su sola figura basta para hacer verosímil cualquier papel. En los últimos años, Newman fue eso, una presencia. Aun así, hay que reconocer que supo envejecer con dignidad. En esto venció por puntos a Marlon Brando; Newman nunca fue una caricatura de sí mismo.

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