Las Indias sinfónicas

El director Enrique Bátiz, ayer, en Granada.
Juan José Ruiz Molinero

29 de junio 2010 - 05:00

La presencia sinfónica iberoamericana la cierra hoy la Orquesta del Estado de México, fundamentalmente, con dos autores, el mexicano Carlos Chávez y el brasileño Héitor Villalobos, que, junto con Alberto Ginastera -cuyos fragmentos de las danzas del ballet Estancias, en principio programado para hoy por la orquesta mexicana, los ofreció la Sinfónica de la Juventud Venezolana en el concierto inaugural del viernes- son nombres claves para comprender las raíces que sostienen la música culta y popular del continente latinoamericano. Quedan, todavía, en orquestas españolas, como la Filarmónica de Gran Canaria y la Sinfónica de Galicia, más ejemplos de Ginastera y hasta zarzuelas de los dos lados del Atlántico, La Tempranica, del sevillano Gerónimo Jiménez y Cecilia Valdés, del cubano Gonzalo Roig, en versión de concierto, naturalmente.

El programa, bajo la denominación Indias sinfónicas, es un retablo de lo que ha significado y significa -hoy mismo, con autores actuales como Roberto Sierra y Arturo Márquez- la música culta Iberoamericana, desde el ángulo sinfónico que el conjunto abarca. Difícil es resumir aquí el segundo programa, donde se alternan, como continuación, la mexicanidad mencionada en anterior comentario -entre ellos la comentada obra de Revueltas, del que se incluye su poema Sensemayá, sobre versos de Nicolás Guillén-, con las restantes fuentes creadoras de la América latina.

Sin el orden establecido, destacaré la originalidad de otro de los grandes bebedores sinfónicos del folclore azteca: Carlos Antonio de Padua Chávez y Ramírez, (1889-1978) seguidor del 'padre' del nacionalismo musical de su país. Las dimensiones creadoras de Carlos Chávez son inmensas. Considerado entre las tres cumbres musicales latinoamericanas, junto con Villa-Lobos y Ginastera, su obra fue evolucionando, forjada en su sólida preparación técnica y en una búsqueda de nuevos elementos que enriquecieran sus concepciones impresionistas, pero también muy cercanas a las raíces nacionalistas. Su estilo sinfónico es complejo, alejado de simplismos y concesiones retóricas fáciles, en una búsqueda de la geometría musical -presente incluso en la denominación de muchas de sus creaciones-, sobre el melodismo. La hábil y personal utilización de los elementos acústicos logra en sus partituras un colorido inconfundible y, a veces, sorprendente. Hasta tal punto que, entre su vastísima obra, que abarca todos los géneros, hay que incluir una Toccata para percusión (1943), y, naturalmente, referirnos a sus sinfonías, Cantos de México, Obertura republicana, ballets como El fuego nuevo o Los cuatro soles; obras corales de grandes dimensiones como Tierra Mojada, El sol, La paloma azul; música de cámara, conciertos para diversos instrumentos, entre tantos títulos importantes.

De estos destaca la Sinfonia núm. 2, India, uno de esos monumentos del nacionalismo, la más conocida y comentada de sus seis sinfonías, donde utiliza instrumentos de percusión indígenas y prehispánicos. Para él la revolución musical consistía en hacer un arte para todos, contra el de la élite o de la aristocracia intelectual. Este populismo no le impide adentrarse en experimentaciones atonales. Su sinfonía India es un homenaje a lo más hondo de la música indígena, a las raíces autóctonas, lleno de emoción y efectividad.

Incluso hay guiños populares directos del 'México lindo', representado por Sones de Mariachi, del compositor, nacido en Jalisco, Blas Galindo (1910-1993), donde se compagina el arpa, el guitarrón, las maracas, con la gran orquesta en un aire frenético de fiesta, con algún acento melancólico, que pronto queda apagado por la algarabía final.

Como se verá, desde distintas concepciones, el nacionalismo musical mexicano está presente en cada uno de los autores, incluyendo los más contemporáneos, como Arturo Márquez, cuyo Danzón num. 2 -de los ocho que escribió en homenaje a la música de salón, donde no estaban ausentes elementos electroacústicos- es reflejo del maridaje entre tradición y la más exigentes vanguardias -ha sido alumno de Ligeti- en una unión de los modos y vigencias nacionalistas, con las músicas más experimentales. Dos contemporáneos abren y cierran, pues, el programa de hoy.

Manuel de Falla está representado, con alguna pincelada, en el segundo concierto, como Rodolfo Halffter, lo estuvo en el primero. Pero la orquesta bucea por el panorama latinoamericano con fruición. Entre ellos el portorriqueño Robert Sierra, cuyo Ave Fénix se estrena en España. De Astor Piazzola se ofrece El tangazo, con su peculiar forma sinfónica de abordar y renovar el género, ya comentada.

Y aparece, como no podía ser de otra forma, Héitor Villa-Lobos, con su Bachiana brasileira núm. 7. Villa-Lobos (Río de Janeiro, 1881-1958) estudió a fondo todas las variedades que le ofrecía el folclore de su amplio país. Así se embarcó en una senda en la que el nacionalismo dejó de ser estrecho u obtuso, sino que lo utilizó como un elemento, no sólo de la conciencia nacional, sino de la educación evolutiva. Su fuerza hizo que su música, basada en una técnica irreprochable y cada vez más avanzada, en lo que para él era fundamental: el color. Por eso en Villa-Lobos puede hablarse, sin temor al tópico, de paleta sonora cuando se acerca uno a su obra enorme: 7 sinfonías, 12 cuartetos, 5 óperas, 15 poemas sinfónicos, oratorios, sonatas, suites como Choros y Descubrimiento de Brasil, las subyugantes Danzas africanas, las piezas para piano y un largo etcétera. En esta producción decisiva para la música latinoamericana y, en especial, para la brasileña, en su empeño de proyectar el nacionalismo al reconocimiento universal, destaca la admirable serie de Bachianas brasileiras, cuya número 7 se interpretará esta noche. Las bachianas son un conjunto de nueve piezas, independientes entre sí, escritas durante los años 1930 y 1945. Como su nombre indica son una fórmula de incluir la manera compositiva de Bach, al que admiraba Villa-Lobos, en el folclore brasileño. Las hay para conjunto de ocho violoncellos, para orquesta, para piano y orquesta, para piano sólo, para soprano y conjunto de ocho violoncellos - la 5, la más conocida- y hasta para flauta y fagot. La genialidad, la fuerza y la personalidad del autor podrán admirarse en esta somera muestra.

Ellos, junto a Ginastera, que sostuvo siempre que "el único compromiso del arte es el estético", forman la columna vertebral de la música de la América latina. Tomás Marco dice en el Preludio del libro Ginastera, de Eduardo Storni, que "la música de la América Ibérica se ha puesto al mismo nivel que la de Norteamérica y Europa a partir de tres nombres gloriosos: Villa-Lobos, Chávez y Ginastera. Y además nos refresca la memoria sobre un hecho aún inamovible; que con el mismo grado de genialidad es más fácil llegar a ser universal habiendo nacido en Nueva York o Berlín que viendo la luz en Buenos Aires". Por eso es de agradecer el sugerente panorama que nos han ofrecido la joven Simón Bolívar y la Sinfónica del Estado de México, en este retablo poco habitual de mexicanidad y universalidad de todo un continente musical, donde lo autóctono más rabioso no está reñido con la trascendencia de la música de dos siglos

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