Cine

Louis Malle, un cineasta inclasificable

  • Enric Alberich ha publicado una completa monografía sobre este famoso director francés dentro de la colección Signo e Imagen (Editorial Cátedra)

Louis Malle, un cineasta inclasificable

Louis Malle, un cineasta inclasificable / Archivo

Un rasgo distintivo de Louis Malle (1932-1995) fue ese tenaz individualismo tan francés que lo llevó a dar continuos y rotundos cambios de rumbo a su carrera a lo largo de cuatro décadas de actividad profesional. Su filmografía es heterogénea y variopinta, dispar y despareja, remisa al encasillamiento. Entre su primer largometraje -un documental sobre el mundo submarino- y el último -una obra de teatro filmada- se cuentan dos docenas de títulos en los que hay de todo, como en botica: obras notables y obras fallidas, tristes y alegres, grandes y pequeñas, inspiradas por la brújula díscola de la inquietud. En su ensayo Louis Malle (Cátedra, 2020), Enric Alberich rompe una lanza a su favor, carga contra un puñado de tópicos menesterosos y arroja no poca luz sobre este cineasta inclasificable: “La obra de Malle es variada en registros, vira del drama a la comedia y viceversa, pero sus giros no responden al mero azar. […] La filmografía del director es rica en estos vaivenes tonales que son, en realidad, el síntoma de sus vaivenes emocionales, una prolongación de su propia personalidad”, escribe Alberich.

Malle coincidió en el tiempo con Godard, Truffaut, Rohmer y la crítica lo metió en el saco de la Nouvelle Vague, no por capricho, pero sí un poco a la fuerza. Él tenía la misma edad de los jóvenes turcos y era tan rebelde como el que más, pero más promiscuo que el más promiscuo de ellos; le gustaba Alfred Hitchcock, Robert Bresson y Jean-Pierre Melville, pero nunca sintió la necesidad de renegar de René Clair, Marcel Carné u otras bestias negras de la camarilla cahierista, y esto lo honra. Con la debida perspectiva, se puede percibir que Malle desfilaba con el pie cambiado (y tenemos además aquel comentario de Philippe Noiret en Zazie en el metro -“la nouvelle vague es una mierda”- que hoy ha adquirido el rango de declaración de principios). Alberich escribe: “Malle confluye con la nouvelle vague en bastantes postulados, como la conveniencia de filmar en exteriores naturales o la necesidad de perseguir unas interpretaciones más espontáneas y menos afectadas que las que ofrece el cine tradicional, pero en cambio no reniega del rodaje de interiores en estudio, ni rechaza en su totalidad a la despectivamente llamada qualitè française”.

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El cineasta mantuvo esta amplitud de miras incluso durante su periplo americano. Malle probó suerte en Estados Unidos a mediados de los años 70, aprovechando los vientos propicios alzados por el New Hollywood, y regresó a Francia cuando se volatilizaron definitivamente estos sueños de un cine distinto en la década siguiente. Sus dos primeros largometrajes bajo pabellón norteamericano se encuentran entre sus trabajos más atractivos: La pequeña (1978), un film en torno a una prostituta de doce años (Brooke Shields) -que, como bien escribe Alberich, “hoy en día, en estos tiempos sojuzgados por lo políticamente correcto, sería imposible que viera la luz”-, y Atlantic City (1980), la historia de un pobre diablo, otro de los muchos pobres diablos retratados por Malle, Lou Pascal (Burt Lancaster), a quien el azar le da la ocasión de realizar el acto heroico con el que siempre había soñado. En ambas películas, Malle dirige una mirada crítica a la sociedad USA y otra comprensiva a las gentes que la habitan. La experiencia americana no lo doblegó, al contrario. De vuelta a casa, realizó Adiós, muchachos (1987), que pasa por ser su mejor película, una hermosa crónica sobre la pérdida de la inocencia, que recomiendo vivamente.

En paralelo a la lectura de esta magnífica monografía, he vuelto a ver un par de títulos de Louis Malle que hacía muchísimo que no revisaba: Los amantes (1959) y Fuego fatuo (1963). El tiempo, famoso por poner las cosas en su sitio, los ha tratado aceptablemente bien. Ambos filmes tienen como protagonistas a personas inmersas en un tedio existencial que los lleva a coquetear con la idea de poner fin a todo, cada uno a su manera. (Según Alberich, Malle pasaba por una crisis semejante en aquellos años). En Los amantes, Jeanne Tournier (Jeanne Moreau) llena el vacío con fiestas, bailes y una relación adúltera; en Fuego fatuo, Alain Leroy (Maurice Ronet), más drástico, merodea en torno al pozo del suicidio. Ese tiempo justiciero que decimos ha dejado al descubierto el armazón clásico de estas obras. (Y es que el clasicismo nunca fue inmovilista ni reacio a ciertas audacias formales). Malle muestra en todo momento una confianza firme en el poder de una imagen limpia, sostenida, sin subrayados de ninguna clase. Las escenas de amor de Los amantes, tan escandalosas en su día, se nos revelan de una exquisitez admirable; el vía crucis de Alain Leroy, tan desgarrador, se nos muestra con una sobriedad intachable.

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