Ritual Bruckner-Barenboim

Daniel Barenboim.
Daniel Barenboim.
Juan José Ruiz Molinero

13 de julio 2010 - 05:00

Conjunto: Staatskapelle Berlin. Director: Daniel Barenboim. Programa: 'Sinfonía núm. 5 en Si bemol mayor', de Antón Bruckner. Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: domingo, 11 de julio de 2010. Aforo: lleno, con algunos huecos.

El Festival se ha acostumbrado ya a finalizar su capítulo sinfónico -y prácticamente cada edición- con un auténtico ritual musical: el ofrecido por las sinfonías de Bruckner, según Daniel Barenboim, dirigiendo a la Staatskapelle Berlin. Hemos escuchado en estos últimos tres años la trilogía final -Séptima, Octava y la inacabada Novena, en 2008-, la Cuarta, el año pasado y este la Sexta y la Quinta. Le quedan ya pocas sinfonías del austriaco, por el que tanta predilección siente, aunque las tiene prometidas ya en próximas actuaciones.

Como he dicho en anteriores análisis sobre la obra de Bruckner, Barenboim no nos está descubriendo ni las sinfonías -Séptimas y Novena, ni el Te Deum, por cierto-, presentes en la historia del Festival. Pero sí la totalidad de ellas y, sobre todo, su concepción de la obra sinfónica del seguidor de Wagner, Bach y los clásicos, junto a los que algunos han llamado su "fe de carbonero", forma un tanto ruda de comentar su concepción religiosa, que está presente a lo largo y ancho de su obra. Barenboim en su concierto de despedida -por cierto amenizado ocasionalmente por cohetes que llegaban de la ciudad que celebraba ser los mejores del mundo en algo, en este caso el fútbol, lo que propició algunos huecos en el recinto- realizó una vibrante, precisa y elocuente versión de la Quinta sinfonía en Si bemol. Comenzaba inhabitualmente con un Adagio, que aparecerá en ocasiones como leitmotiv, al que pronto sucederá un allegro, antes de enfrascarse en otro movimiento lento y reflexivo, podemos decir que, aunque tenga ese sello obcecado y repetitivo, con música hecha más como sólido trabajo que como genialidad inspiradora, difiere de algunas de las más profundas -la mejor, y más personal, para mí, es la Octava, amén del Adagio final de la Novena, rezo inconcluso y emocionante-, porque incluye, como es el caso del Scherzo, momentos alegres, incluso juguetones que le dan luminosidad y optimismo a una música, en general, muy enclaustrada. Quizo Bruckner, con esta obra, calificada por Albreich como "gigantesca catedral sonora, apuntar más a la espectacularidad que a la emoción interna de otras de sus obras. No en balde muchos directores refuerzan sus metales, para subrayar aún más el estallido sonoro del Finale.

Y esa catedral es la que gusta a los directores desentrañar. Barenboim, como sabemos, es un admirador de Bruckner y un estudioso capaz de desentrañar su complicado entramado para que suene diáfano. Así, con un conjunto tan sólido como la Staatskapelle Berlin, tiene asegurada una cuerda compacta, a veces dura, pero también elocuente y sensitiva -ahí está el formidable juego de los violonchelos, en contraste con violines, violas y contrabajos, cada uno enfrascado en el juego melódico diverso, pizzicatos incluidos, pero de una formidable unidad. Y, desde luego, pocas agrupaciones poseen ese viento excepcional, esos metales, esas trompas nítidas y poderosas, esa percusión precisa y, a veces, preciosa. Es obra donde priva la brillantez, en contraste con los leimotiv cálidos e intimistas. Y, por lo tanto, le viene perfectamente a la personalidad fuerte, decisiva, pero también sosegada del director cuando los temas lo requieren. Barenboim cuida tanto a la orquesta y esta conoce tan profundamente al jefe, que todo surge nítido, como si fuera fácil exponer tantas sonoridades superpuestas-. Así que el resultado no puede ser más que extraordinario.

Público puesto en pie, reiteradas ovaciones que Barenboim compartió con la orquesta y los diversos grupos instrumentales -papel decisivo del oboe- de este magnífico conjunto que, una vez más, cumplió brillantemente con lo que ya es un ritual en el Festival.

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