Sergio García Sánchez, ilustrador

“Puedo permitirme el lujo de trabajar por placer”

“Puedo permitirme el lujo de trabajar por placer”

“Puedo permitirme el lujo de trabajar por placer”

-En 1994 empezó la tradición de versionar el celebérrimo retrato de Eustace Tilley creado por Rea Irving. ¿Cómo surgió esa nueva tradición?

–Es un proceso complejo. Cuando Françoise Mouly llega la dirección de arte de la revista en el año 93 hay una pequeña revolución en cuanto al tratamiento gráfico. Hasta esa fecha se reproducía la original en el aniversario y ella intenta modernizar unas portadas que ya se estaban quedando un poco obsoletas. The New Yorker ya tenía dibujantes magníficos pero ella empezó a encargar a figuras de vanguardia para revisitar el clásico icono de Eustace Tilley: ese señor dandi, trasnochado y que ya representa la vieja sociedad allá por el año 1925.

–Y desde 1994 hasta su portada, ¿cómo considera que ha sido la evolución?

–Hay portadas de todo tipo. Desde versiones punky hasta otras en las que le roban el reloj cuando la seguridad en Nueva York estaba bastante mal. En mi caso se me ocurrió hacer una versión que tiene que ver con la investigación que hago como profesor universitario con una narración multilineal, con contenedores de historia y jerarquías de representación...

–¿Cómo surgió el contenido del interior?

–Estaba un poco harto de tanta pandemia. Había hecho una portada para El País Semanal, con la que obtuve el Premio ÑH, y también hice otra para el grupo Correo sobre el mundo tras el COVID. Quería hacer algo distinto y dibujar sólo a los neoyorkinos. Escogí el contenedor y dibujé la ciudad de Nueva York en su interior.

–¿Qué criterios siguió para seleccionar de una urbe tan grande qué metía en esa silueta?

–Se ve que hay como cuatro partes diferenciadas con los cuatro colores originales de la portada: la chaqueta marrón se convirtió en diferentes tonos de marrón; la pechera que es de color verdoso o turquesa la aproveché también. La parte baja de marrón sería el bajo Manhattan. La pechera, la zona de Central Park y la zona de la chistera, la parte alta que ya limita con Harlem. Por eso los edificios en la parte de abajo están como más cercanos y en la parte de arriba más lejanos en una suerte de perspectiva. Es una representación icónica del conjunto de los neoyorkinos, aunque la ciudad es mucho más.

–Y al final, ¿fue algo automático cambiar el monóculo de Eustace Tilley por una jeringuilla o le dio muchas vueltas a la idea?

–En The New Yorker propones ideas y luego ellos cogen la parte que les interesa. Les gustó y me preguntaron si podía tratar también el tema de la pandemia. Y a partir de ahí viene todo lo demás: el personaje con la mascarilla y la alegoría de la situación actual.

–¿Había una finalidad didáctica?

–Aquí estamos más concienciados pero en Estados Unidos, sobre todo en la época de la campaña electoral, la gente pro Trump se negaba a ponerse mascarillas y muchos también a la vacuna. En cierto sentido, entiendo que sí tiene un carácter pedagógico. Igual no sirve para nada pero puede ayudar a concienciar de la única solución que tenemos a esta pesadilla.

–Ese proceso hasta llegar a la portada definitiva, ¿se alargó mucho en el tiempo?

–Empezó a finales de noviembre o principios de diciembre, que es cuando yo les presenté un dibujo bastante avanzado y va evolucionando hasta que se publica. En este tiempo pasa también por un sistema de chequeo que se encargan de que todo funcione bien. 

–Los fact-checkers en The New Yorker son una auténtica leyenda dentro del periodismo. ¿Su labor llega entonces hasta los ilustradores?

–Sí, lo llevan hasta la portada. Llega a tanto que en el personaje que está corriendo en Central Park la línea de la separación de los dedos me quedó un poco corta y visualmente parecía que tenía tres dedos. La checker me señaló que debía indicar que realmente tenía cuatro dedos. Todo con mucha educación y a criterio del dibujante. Y si has usado referencias visuales, se las tienes que hacer llegar.

–¿Les mandó algunas imágenes?

–Claro, desde el vagón del metro al homenaje a El beso de Klimt que hay en el hombro. En el caso del taxi, el coche es inventado pero taxi lleva el logotipo oficial de la flota de Nueva York. Hay varias versiones y aparece la última, la que llevan en la actualidad y que fue la que les hice llegar. Y la familia que va en un coche conduce un modelo eléctrico: está inspirado en un Nissan Leaf, que se usa mucho en las calles de Nueva York. Les expliqué que es una inspiración libre pero también adjunté esa referencia. O el buzón de la esquina superior derecha, que es el típico azul de la USPS, también mandé la imagen. Todo lo que está referenciado de la realidad está chequeado. Son de un rigor increíble, por eso tiene tanto prestigio esta portada.

Portada de Sergio Sánchez para The New Yorker Portada de Sergio Sánchez para The New Yorker

Portada de Sergio Sánchez para The New Yorker

–Con su amplia experiencia como ilustrador en medios de comunicación como The New York Times o El País, ¿este grado de control se da también en otras publicaciones?

–Lo he notado en The New York Times. En el segundo dibujo que hice para ellos sobre Moby Dick, en el nombre del barco, Pequod, puse una letra mal al final y se le pasó a todo el mundo. Unas horas antes de que saliera me llamaron urgentemente porque el copy desck se había dado cuenta del error y me lo comunicó para que lo corrigiera. También me pasó un cómic que hice hace años en Estados Unidos que se llama Lost in NYC.

–O sea, ¿que se hace hasta en los cómic?

–Fíjate que viajé a la editorial al terminar el libro para comprobar que todo fuera coherente. Una vez enviado, lo mandaron a un checker para que revisara todas las viñetas y todos los rótulos que a parecían. También me hizo una serie de alegaciones, aunque finalmente demostré con fotos que ninguna tenían razón.

–¿En España se hace algo remotamente similar?

–No somos tan rigurosos (risas). Ten en cuenta que incluso en un medio nacional como El País hay un director de arte para la parte de papel –que es Diego Areso, con quien trabajo mucho– y un director de arte para la web. Ellos tienen un director de arte sólo para la portada. Y hay un checker a parte.

–¿Cómo entró en contacto con el mercado norteamericano?

–Fue en 2015 cuando publiqué con Nadja Spiegelman Lost in NYC en la editorial Toon Book y resultó elegido como uno de los mejores cómic infantiles de ese año. A partir de ahí el The New York Times me propuso hacer una pieza para ilustrar un cuento de nuestra infancia y elegí Rip van Winkle, un relato corto de Whasington Irving que siempre me gustó y era de un autor que estuvo en Granada.

–Su experiencia para el The New York Times arrancó entonces y no ha parado.

–Sí, tenía una página entera para trabajar. Además, aunque son muy estrictos con la calidad, paradójicamente la libertad que he tenido en el mercado americano no la he tenido en el europeo. A partir de ahí he ido proponiéndoles trabajos y los han ido cogiendo todos. Creo que llevo 8 o 9 piezas. La última vez me pidieron incluir algo de texto y agregué una pequeña poesía de Walt Whitman. Fue en plena pandemia y resultó un soplo de aire fresco porque son unos versos muy positivos.

–¿Y cómo empezó su relación con el mercado editorial francés?

–Comencé muy jovencito a trabajar en el mercado editorial. Ya en el instituto publiqué mi primer libro, un cómic para el Ayuntamiento de Almuñécar. Luego, en la Facultad empecé a trabajar para SM a principios de los 90 para las colecciones Barco de vapor, Catamarán y también para libros de texto. De allí di el salto a Edebé y de ahí al cómic con Glenat, que es francesa pero yo estaba en la filial española. A partir de ahí las editoriales francesas se empezaron a fijar en mi trabajo y me contrató Dargaud, para las que hice varias series. Y cuando ya llevaba varios años trabajando para ellos y luego para Santillana, entré en la Universidad.

"Todo lo que está referenciado de la realidad está chequeado. Son de un rigor increíble”

-¿Y del cómic clásico como pasó al cómic experimental?

–Siempre había sido muy amante del cómic experimental. Conocí a Lewis Trondheim mientras trabajaba en mi tesis doctoral sobre narración multilineal. Entonces hicimos Los tres caminos en el que demostrábamos la teoría de forma práctica. Ese libro ha sido un éxito y sigue dándonos derechos de autor 20 años después. Hasta ese momento yo me había autocensurado pero eso me posibilitó empezar a hacer cómic experimental en Francia. Luego hicimos Los tres caminos bajo el mar y un par de libros didácticos y más tarde publiqué Anatomía de una historieta, que apareció en Sinsentido. Con mi mujer, Lola Moral, también he trabajado mucho. Pero cuando empezó la crisis y las editoriales no tenían casi dinero, decidí que quería seguir trabajado en la línea más experimental aunque fuese con otras mucho más pequeñas para ser consecuente con mi trabajo como profesor de universidad y lo que desarrollaba a nivel teórico. Fue justo en ese momento cuando me llamaron para Lost in NYC.

–¿Y cómo llegó al gran formato en los museos?

–Hace dos años mi carrera de investigación derivó hacia otros derroteros con la exposición Viñetas desbordadas para el Centro José Guerrero. Mi pieza consistió en dibujar la ciudad de nueva york en 12 horas del día, un trabajo que fue referenciado en The New Yorker por Francoise Mouly. Después quise seguir haciendo obras de gran formato y realicé una versión del Guernica dividido en 33 paneles, una especie de relato que se asemeja mucho a un retablo sobre la vida de un dictador desde que llega al poder hasta que muere. Ha estado expuesto en el Museo Picasso de París durante seis meses dentro de una muestra sobre el pintor y el cómic. Volverá a exponerse y ahora mismo está en la web del Reina Sofía en el apartado de Repensar Guernica.

–La universidad le habrá permitido a su vez mucha más independencia como creador.

–Evidentemente si no fuera profesor tendría que hacer trabajos muy comerciales para poder subsistir. Algunos compañeros sé que lo pasan mal para llegar a fin de mes. En mi caso el dinero no es lo más importante y me puedo permitir el lujo de trabajar por placer. Por ejemplo, la producción del Museo Picasso me llevó entre 10 y 11 meses y no he cobrado nada por ella, sólo los gastos de producción, desplazamiento o seguro. Algo similar al Guerrero, pero son trabajos que yo debo hacer como investigador.

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