Letras hoy

Triste, solitario y final

  • J.G. Ballard publica su autobiografía, 'Miracles of Life. Shanghai to Shepperton', un recorrido por su agitada y novelesca vida l El último libro aparecido en España es 'Fiebre de guerra'

James Graham Ballard (J. G. Ballard para el mundo) ha publicado su autobiografía: Miracles of Life. Shanghai to Shepperton (2008), un título abierto (e invitador) y un subtítulo explicativo que traza su singladura personal, desde la lejana Shanghai (allí nació en 1930) hasta la localidad inglesa donde fijaría su residencia, Shepperton, escenarios ambos de diversas ficciones suyas. De por medio, un internamiento en un campo de concentración japonés durante la II Guerra Mundial, sus estudios de Medicina, el trabajo en una agencia publicitaria, su experiencia como piloto de la RAF o los flirteos con sexo al límite, alcohol y drogas. Unos episodios de los que teníamos noticias indirectas a través de títulos como El imperio del sol (1984), alimentado con recuerdos de la guerra, o Crash (1973), "la primera novela pornográfica basada en la tecnología", según dictamen del propio Ballard. El plato fuerte de las memorias recién publicadas son unas revelaciones a propósito del desenlace de esta existencia novelesca: hace dos años le diagnosticaron un cáncer de próstata, que ha extendido su efecto corrosivo por la columna y las costillas. Los hados le han deparado un final en sintonía con su procaz fantasía.

J. G. Ballard es un narrador y ensayista con una obra cáustica, poética, delirante, personalísima e inquietante. Habría que situarlo, para entendernos, en la estela nihilista y visionaria de William Blake, el autor del Matrimonio del cielo y el infierno (1792) -el protagonista de Compañía de sueños ilimitada (1979), uno de sus libros más insolentes, se llama Blake, y no por casualidad-. Al igual que hiciera William Blake en los siglos XVIII y XIX, Ballard ha renovado la función polémica de la blasfemia en una obra siempre atenta a lo sagrado; en La exhibición de atrocidades (1969), un libro rayano en lo obsceno, los accidentes automovilísticos eran presentados como crucifixiones y algunas víctimas (por ejemplo, James Dean) ensalzadas cual nuevos Cristos en una sociedad permanentemente necesitada de inmolaciones. Las imágenes de Hecatombe se empapaban de una idea mística y retorcida del placer. No obstante, sus personajes nunca necesitan la excusa del desastre o de la revelación: tras de estímulos terminales y placeres destructivos, llevan el Apocalipsis consigo.

El escritor debutó con una notable fantasía apocalíptica, El mundo sumergido (1961), una opera prima que revelaba una personalidad literaria radical y ya perfectamente definida: las temperaturas han aumentado, el nivel de las aguas ha subido cambiando la faz del planeta y la Tierra, allí donde no es desierto, es un trópico inhóspito; los hombres malviven a lo largo de una red de lagunas infectadas de insectos y reptiles, salvando cuanto pueden de una cultura del pasado carente de futuro. Es el momento de la metamorfosis, vaticinan algunos. Puesto que el mundo está regresando al período Triásico, también el ser humano, si quiere sobrevivir, debería hacer un camino involutivo paralelo… A Ballard siempre le atrajo el momento de la claudicación y sus historias nunca son tranquilizadoras. No hay certezas o leyes inamovibles, sino impulsos apasionados, irracionales. La civilización jamás sale indemne del terremoto de la crisis, revelando así su carácter de simple fachada. El hombre, por su parte, es un atajo de instintos que lo arrastran hacia atrás, al tiempo de la desinhibición y la barbarie, con más fuerza que hacia delante. Para Ballard, las tendencias regresivas tienen infinitamente más recursos y posibilidades de éxito que las fuerzas evolutivas.

Antes de que los homenajes sean irremediablemente póstumos, el lector interesado podría meterle mano al último libro suyo aparecido en nuestro país, Fiebre de guerra, publicado con encomiable buen gusto por la editorial Berenice. El relato que da título al volumen nos da una idea de la inteligencia esquinada del autor: la historia, ambientada en un Beirut hundido en la vorágine bélica, presenta a un joven que, harto de una vida de lucha, sueña con el alto el fuego. Parece incluso tener un modo de conseguirlo, pero las fuerzas de paz de la ONU se lo desbaratan porque, para el resto del mundo, Beirut es útil en tanto laboratorio donde estudiar las evoluciones del "virus de la guerra". La pacificación del territorio es inaceptable: se necesitan datos y un espacio donde contrastarlos; Beirut seguirá en guerra, siempre. A veces, y aquí coincidimos con Ballard, el ser humano da asco.

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