Simas de la desesperación
Londres | Crítica
Anagrama publica la segunda de las novelas inéditas de Céline, continuación independiente de ‘Guerra’ donde el escritor narró con toda crudeza su descenso al inframundo londinense
La ficha
Londres. Louis-Ferdinand Céline. Edición y prefacio de Régis Tettamanzi. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Anagrama. Barcelona, 2025. 528 páginas. 23,90 euros
Al final de la primera de las novelas inéditas de Céline que reaparecieron hace sólo cuatro años, después de haber sido dadas por perdidas tras la huida de Francia en vísperas de la Liberación, dejábamos a su protagonista y alter ego, Ferdinand, el soldado condecorado que llevaría para siempre, según su propia imagen, la guerra en la cabeza, a bordo de un barco con destino a Inglaterra, donde lo vemos ya instalado al comienzo de la segunda, en 1916. Tanto Guerra como su continuación, Londres, fueron escritas después de la impresionante Viaje al fin de la noche (1932) y antes de la no menos memorable Muerte a crédito (1936), pero a mediados de esa década los manuscritos fueron abandonados en un estado muy avanzado –Céline se consagró entonces a su funesta faceta de publicista, alumbrando los tres célebres panfletos en los que volcó su enfermizo odio hacia los judíos– y desaparecieron de la circulación hasta el reciente hallazgo. Parte del material narrativo incluido en Londres, además del escenario y no pocos personajes, más los nombres que los caracteres, sería aprovechado por Céline para una obra posterior, la delirante y farsesca Guignol’s band (1944-1964), que es sin embargo una novela distinta. La recuperación de su predecesora puede calificarse de verdadero acontecimiento.
En esta otra clase de guerra, todos los combatientes pertenecen al bando de los derrotados
Publicada como Guerra por Anagrama, la versión española de Rubén Martín Giráldez sigue la edición de Régis Tettamanzi, también autor del prefacio y de dos apéndices en los que aborda la relación del narrador con la capital británica y ofrece un detallado dramatis personae, útil para no perderse en la constelación de inmundicias. Londres es una narración sucia y salvaje que supera en crudeza las expansiones de Henry Miller, confeso devoto de Céline, y deja a autores como Bukowski en pañales, pero su retrato de la marginalidad y el lumpen interesa menos por el componente escatológico –de otro modo, ocurre lo mismo en Joyce– que por la novedad formal de la escritura, seca pero sonora y desplegada en frases cortas que golpean al lector hasta dejarlo malherido. La ciénaga en la que se sumerge Ferdinand contiene todos los vicios y es descrita de un modo tan horrendo y descarnado que ni siquiera puede calificarse de pornográfico, o sólo en el sentido que aplicamos a la exhibición de los cuerpos maltratados o los montones de cadáveres. De lo que se habla aquí, en realidad, es de otra clase de guerra, la que libran en el inframundo de los bajos fondos individuos sin escrúpulos para los que la vida es en efecto un combate a muerte, un combate donde no existen los vencedores porque todos, al margen de que encarnen distintos grados de abyección, pertenecen al bando de los derrotados.
No hay denuncia, no hay palabras consoladoras, no hay lecciones ni moralejas
Con su centro en el Soho, la poblada galería de maleantes –proxenetas, prostitutas, confidentes, dinamiteros, drogadictos, traficantes, desertores, médicos desaprensivos, policías corruptos– es otro campo de batalla en el que los exiliados tratan de eludir la deportación y el reclutamiento. Se trata de una paz no menos violenta donde también imperan la rabia, la angustia, la impiedad, la náusea. El anarquista ruso Borokrom, el delator Bijou, el capitán y contrabandista inglés Lawrence Gift, el chulo Cantaloup o el médico judío Yugenbitz son algunos de los personajes cuya degeneración objetiva –no hay denuncia, no hay palabras consoladoras, no hay lecciones ni moralejas– es sintomática de la regresión a la barbarie. Incluso en su estado bruto e inacabado, pendiente de una revisión que habría eliminado lagunas, reiteraciones e incoherencias, especialmente visibles en la segunda y la tercera parte, Londres es una narración formidable, a la vez espantosa y digna de ser celebrada por su poderío verbal, por su ritmo literalmente endiablado, por ese magnetismo que desprende la prosa del escritor aun cuando se aplica a la recreación de escenas deplorables. Parafraseando el título de Cioran, puede decirse que sus personajes descienden a las simas de la desesperación, atroces fosas de las que Céline, a falta de los bienes en los que no creía, extrajo el tesoro de una lengua desprejuiciada y libre.
Entre los escombros
No faltan los ejemplos de autores valiosos con comportamientos y opiniones poco ejemplares, pero dentro y fuera de la literatura francesa quizá no exista ningún caso semejante al de Céline, que llegara tan lejos en su doble cualidad de individuo despreciable y narrador extraordinario. Como su amigo Borokrom, un nihilista obsesionado con la acción directa, el Ferdinand de Londres se acoge a una variante nada fraternal del anarquismo que coincide con los libertarios en su odio a los amos, pero no se hace ilusiones sobre el progreso y la perfectibilidad de las sociedades humanas. El Céline real sumó a la infamia de la colaboración con los nazis y a su feroz y enloquecido antisemitismo, que ciertamente no se muestra en sus novelas –tampoco en esta– con el grado de virulencia que alcanzaría en los panfletos, una misoginia que no resulta menos denigrante por enmarcarse en un contexto de general misantropía. Y a pesar de todo, con sus miserias y su verborrea incontinente, es y seguirá siendo un grande de su siglo. A otros escritores que han revolucionado la literatura nos acercamos por mera curiosidad o deseo de entender el fundamento de su novedad, en un sentido casi de prospección arqueológica. En la escritura áspera, desaforada y febril de Céline, sin embargo, aunque se consagrara a describir un mundo en ruinas, encontramos trazas de la oscura humanidad que pervive entre los escombros.
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