La encrucijada romántica
Félix de Azúa profundiza en este ensayo en la vieja idea de Baudelaire, la que distingue radicalmente entre vida y arte
Félix de Azúa. Mondadori, Barcelona, 2010. 168 págs. 17,90 euros.
En este breve ensayo, de tono profundamente melancólico, Azúa viene a perfeccionar una vieja idea de Baudelaire: aquélla en la que se distingue, radicalmente, entre vida y arte. Dicho de otro modo, para Baudelaire (y para este Azúa de ahora) el arte era una momificiación, un segundo movimiento, operado sobre el movimiento primario, visceral, indiscernible y arcano de las cosas. Se comprende así que el título de este volumen, en apariencia paradójico, sea el de Autobiografía sin vida. Si la vida es aquello previo al arte, la biografía sólo puede ser cultural, una historia de la transformación del flujo indiferenciado y misterioso de lo humano en el cerrado artefacto de la creación artística, ya sea una catedral, una pintura rupestre, o las banales performances de nuestros días.
No se trata, por tanto, de la negación del individuo como sujeto biográfico, sino de la imposibilidad de incluir el parpadeo de la existencia en el severo cauce de unas páginas. En Autobiografía sin vida, Azúa utiliza el hecho biográfico (los crucifijos que presidieron su infancia escolar, las lecturas de aquella época), para trazar el arco completo de un extraño fenómeno: la encapsulación de lo diverso y fugitivo en el surco perdurable de lo artístico. Así, los crucifijos de entonces servirán para indagar la huella de lo religioso, su figuración artística, cuyo origen quizá esté en los asombrosos caballos de la cueva de Chauvet, pintados hace 30.000 años. De igual forma, los versos juveniles recitados en la escuela, sirven a Azúa para mostrar la dura condena del poeta: de un deslumbramiento primero ante la palabra, se llega al anodino oficio de escribir, lejos ya del escozor inaugural y el dilatado asombro ante el idioma. De todas las formas del arte, Azúa parece salvar únicamente la novela. Y ello por cuanto en sus páginas aún pervive, de modo marginal, un atavismo de la especie. Esto es, la vieja necesidad, nacida junto al fuego, de escuchar historias de héroes y de dioses en vertiginosa pugna. Todo lo demás, no ha sido sino la osificación, la estratificación calcárea de lo vivo. Así pues, y siempre según Azúa, vida es lo que queda al margen de lo autobiográfico, de lo literario, de la extraordinaria premeditación artística. ¿Es esto cierto? Probablemente sí. Sin embargo, lo radicalmente humano es esta fractura donde el hombre se encuentra solitario y cimero sobre la agitación del cosmos. Lo humano, bien lo sabe Azúa, es preguntarse sobre esta orfandad irrestañable. Lo humano, en fin, su verdadero ámbito (y este libro es prueba meridiana y signo memorable de ello), no es otro que el arte, su frágil fastasmagoría, su espléndido e inútil estandarte.
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