El espíritu de Lorca reaparece en el Generalife de Granada de la mano de Manuel Liñán
El coreógrafo crea un ritual de danza en homenaje al poeta universal de Fuente Vaqueros, convirtiendo el escenario en un altar sagrado
Manuel Liñán: "Para mí, Federico García Lorca no es solo un poeta, es un universo y un referente profundo"
La noche del estreno de Llámame Lorca en el Teatro del Generalife marcó un el inicio de un nuevo capítulo en la 24 edición del ciclo Lorca y Granada. Bajo la dirección coreográfica de Manuel Liñán, una de las grandes figuras del baile flamenco contemporáneo, el espectáculo propuso una lectura íntima, personal y a la vez colectiva del universo lorquiano, sin caer en el exceso ni en la literalidad. El espectáculo apuesta por una lectura corporal del mundo de Lorca, dejando espacio tanto a la emoción como a la experimentación.
Desde los primeros minutos, el montaje apuesta por una estética depurada, audaz y precisa, dominada por el contraste entre el rojo, el blanco y el negro (tres colores dominantes también en la estética flamenca), que remite directamente a los símbolos visuales que atraviesan la obra de Lorca: la luna, la sangre, el duelo, el deseo, la pasión, el sacrificio. La paleta de colores dialoga tan bien como las palabras.
La escena como espacio simbólico
La propia escena, con una escenografía deliberadamente minimalista, se convierte en un lienzo en blanco vivo que cobra vida a lo largo del espectáculo. Sobre una gran pared blanca, los intérpretes pintan con brochas de pintor y pigmentos roja y negra, transformando poco a poco ese fondo neutro en un espacio cargado de símbolos. Aparece la luna llena —proyectada, solemne— como marca del tiempo lorquiano, pero también como testigo del ritual.
Las cintas rojas verticales que descienden del techo no son solo decoración. Funcionan como hilos que conectan cielo y tierra, pasado y presente, el poeta y su pueblo. Es sangre que fluye hacia abajo, como la memoria que atraviesa generaciones. La escena es como una composición pictórica de altar, en la que el flamenco deja de ser danza para convertirse en un gesto de confesión.
La primera parte de la obra está habitada por ocho mujeres-bailaores, todas vestidas iguales: traje masculino, pelo recogido, maquillaje que evoca el rostro de Lorca. Pero esta paleta en blanco y negro también habla de otra cosa — de la formalización de la violencia. De los trajes de jueces y verdugos, de los funcionarios que miran hacia otro lado. Estas figuras son como una insinuación de los mecanismos de represión, que destruyen no solo cuerpos, sino también la memoria.
Cuando, desde una puerta entreabierta, aparece Manuel Liñán por primera vez, se eriza la piel. No es solo un bailarín: por un instante, es Lorca. Esa presencia fantasmal acompaña todo el montaje, como un susurro constante, como una ceremonia silenciosa.
Ritual bajo la luna
En una de las escenas más potentes, Liñán, vestido de blanco, ve cómo otro intérprete mancha su ropa con pintura roja. El gesto, directo y doloroso, alude tanto al fusilamiento de Lorca como a la incomprensión y el rechazo que sufrió en vida. El cuerpo del bailaor se transforma en soporte de memoria, en metáfora viva del poeta que no encajaba en su tiempo, que iba siempre un paso por delante.
Las salpicaduras de pintura roja evocan inevitablemente la sangre, la violencia y el trágico final del poeta. Poco a poco emerge un ojo —el ojo de Lorca— como símbolo omnipresente. No observa de forma pasiva, sino que establece un diálogo silencioso con los cuerpos que habitan la escena. Así, la coreografía se convierte en escritura y el escenario, en página viva del universo lorquiano.
Otro momento especialmente poderoso fue la interpretación del número emblemático de Liñán es el baile con bata de cola y el mantón, una de sus señas de identidad artística. La escena destila fuerza, vulnerabilidad y libertad, condensando en unos minutos el espíritu transgresor y profundamente flamenco del artista.
En cada momento del espectáculo —de forma invisible pero contundente— el poeta está presente. No se le representa de manera literal, no se le imita, pero emerge en cada mirada, en cada decisión visual. El ojo pintado sobre la pared es el suyo. La luna —también suya— es esa luna lorquiana, la misma que amenaza en Bodas de sangre. La escalera, más que un elemento escénico, se transforma en un símbolo doble: camino hacia el cielo y, al mismo tiempo, hacia el cadalso.
Pero más que escuchar o representar metaforicamente a Lorca, Liñán parece querer invocarlo. A lo largo del espectáculo, uno no puede evitar la sensación de estar bajo la mirada de un retrato vivo. Es como si el espíritu del poeta se filtrara en los rostros de los intérpretes, en sus gestos, en su respiración.
De todo ello no se desvanece la sensación de que el espectador asiste, en cierto modo, a una sesión espiritista. La presencia de Lorca se vuelve casi físicamente tangible, y su figura parece materializarse fugazmente en los rostros y gestos de los intérpretes, despierta una emoción reverente, casi mística. Quizás esa sea, en última instancia, la mayor potencia del arte: permitirnos, aunque sea por un instante, convocar al poeta.
El uso del vestuario, especialmente las faldas de gran volumen, recuerda tanto a lo carnavalesco como a lo sacramental. Liñán y su equipo no rehúyen los códigos tradicionales del flamenco, pero los reorganizan desde una sensibilidad contemporánea, donde el género, la voz y la identidad se vuelven ejes de creación.
En una escena Curro Albaicín con una capa blanca y pesada como un fantasma o una nube (¿o es como un profeta?..) aparece como el espíritu del mismo Lorca — recita sus versos no con un micrófono, sino directamente al alma. La música, interpretada en directo por un elenco paritario de músicos y cantaores, vive en el escenario junto con la danza. Guitarra, voz, ritmo — todo sucede aquí y ahora.
No es casualidad que esto ocurra en los Jardines del Generalife, en el corazón místico del conjunto de la Alhambra, en plena noche de verano, bajo el cielo abierto y estrellado. Llámame Lorca no es sólo un homenaje: es un diálogo entre tiempos, es un rito. Un intento poético y corporal de invocar, de revivir, de bailar con los fantasmas que aún habitan nuestra memoria.
También te puede interesar
Lo último