Letras hoy

Un mar de mil y una orillas

  • La reedición de 'Crematorio', de Rafael Chirbes, ha propiciado la recuperación de otras obras descatalogadas del autor valenciano, como 'Mimoum' (1989) y 'Mediterráneos' (1997)

La excelente acogida de Crematorio (2007) -una de las primeras Obras Maestras de las letras en español del siglo XXI- ha propiciado la recuperación de un par de títulos del valenciano Rafael Chirbes, hasta ayer, descatalogados. Uno es Mimoum (1989), su primera novela, un misterioso relato a medio camino entre Joseph Conrad y André Gide; el otro, el que nos ocupa, es Mediterráneos, una antología de textos que el escritor ha brindado a este mar nuestro tan singular, tan plural, tan viejo y escarmentado… Un mar de mil y una orillas a cuyas aguas se asoman, también yo citaré a Fernand Braudel, "hombres que escriben de izquierda a derecha y hombres que escriben de derecha a izquierda".

Paul Bowles expuso la abisal distancia que separa al turista del viajero en un hermoso axioma: el primero sale de casa convencido de su regreso; el segundo, no. A pesar de su belleza, la propuesta tiene su punto excesivo pues une la suerte del viajero a la del suicida (Según ésta, Marco Polo, que volvió a su Venecia natal tras patearse todas las rutas conocidas de Oriente, no habría sido más que un simple veraneante en China). Las diferencias entre unos y otros existen, por supuesto, pero atañen más a su actitud, no a su inmolación. El turista es un tipo impermeable; puede recorrer el mundo y a su equipaje sólo sumará un puñado de postales o souvenirs; la perspectiva del viaje le ilusiona tan sólo porque le permitirá estrenar su nueva cámara digital. En cambio, el viajero sale en busca de instantes, de aromas y vivencias, destinados a abultar un equipaje interior. El viajero será asimismo capaz de salirse del camino trazado y sentarse a contemplar esos rincones no recogidos por ninguna guía turística; tal vez, tampoco por ningún mapa. Al llegar a Gabes, Chirbes escribe: "un niño de enormes ojos negros se volvió para mirar al viajero y resultó que era el mismo niño que él llevaba dentro". Uno se echa al mundo a encontrar y a encontrarse.

En las páginas de Mediterráneos se trenzan, formando un todo indiscernible, la crónica de viajes, el apremio de la memoria y el apunte poético. En el libro se multiplican los nombres de lugares evocadores que arrastran tras de sí, enmarañada, esa larga estela de historias y leyendas que han cimentado nuestra memoria y moldeado nuestro carácter desde hace siglos. Chirbes nos habla de sus paseos por la antiquísima Creta, describe atardeceres en el Bósforo y la abundancia de Estambul, contempla el esplendor de Génova desde el declive de Génova… Ante la impar belleza de Venecia, no logra esconder su sorpresa, pese al hartazgo, y en Alejandría rinde sendos homenajes a Kavafis y Lawrence Durrell. A ese viajero que es Chirbes no le preocupan cuántos días faltan para el retorno, sino la escasez de tiempo a disposición y la enormidad de mundo aún por recorrer. En el capítulo dedicado a Roma, una confesión en tercera persona nos explica que "Él querría estar en esa ciudad en todas partes y poder volver en cualquier tiempo. Y eso lo enfrenta a la contradicción que existe entre el interminable tiempo de los dioses y el tiempo mezquino de los hombres". El mundo es ancho y ni cien vidas nos permitirían agotarlo.

Rafael Chirbes abre las puertas a los recuerdos de su niñez, a estampas del Mercado central de Valencia, por ejemplo, cuando de las manos de las mujeres de su familia (su madre, su abuela, sus tías abuelas) aprendió a comprender -"descifrar" sería una palabra más afortunada- el bullebulle y el exceso de todo mercado…

Mediterráneos es un libro con una voz y una mirada personalísimas. Una voz enamorada de las historias que salen al paso del autor como perros ladrando a la entrada de jardines extraños, rememoradas luego con justeza y justicia admirables, y una mirada que viene a confirmar lo que uno ya sabía: la poesía jamás pasará a la página si antes no ha impregnado los ojos de quien escribe.

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