Crítica | 'La melancolía del turista' de Oligor y Microscopía

El estar melancólico del teatro

  • Esta obra de Shaday Larios y Jomi Oligor es con diferencia una de las mejores propuestas que ha pasado esta temporada por el Teatro Alhambra

Recuerdos de Cuba en  'La melancolía del  turista'

Recuerdos de Cuba en 'La melancolía del turista' / G. H.

Toda buena propuesta tiene esperándole detrás un cliché. Que el teatro es capaz de hacerte viajar o llevarte a lugares que desconoces, es uno de ellos. Le entraría como un guante a La melancolía del turista, el último trabajo de Oligor y Microscopía que, ya les anticipo, es con diferencia una de las mejores propuestas que ha pasado esta temporada por el Teatro Alhambra. Quizás por eso, ante una propuesta tan definida, tan especial al fin y al cabo, convenga corretear de algún modo esos otros lugares extraños que el espectáculo propicia.

Porque si algo evade con total firmeza esta obra es eso. Los clichés. Algún avispado podría pensar incluso que ni siquiera se trata de teatro. Que se trata de otra cosa. Un evento. Un lugar de encuentro íntimo que pone al espectador cerca de lo que ocurre. Sin esa distancia peligrosamente literaria donde tantos otros se pierden en la primera escena. La melancolía del turista incide en esa otra forma de entender lo escénico. Con ese estilo propio de la inteligencia dramatúrgica, esa que es capaz de mezclar con naturalidad lo ancestral con lo nuevo. Lo que vuelve a ser cada vez, el instante y las mariposillas del estómago, y la memoria de que en otro momento el teatro, sí, antes de la convención y los géneros establecidos, tenía aún la capacidad de sorprender.

Shaday Larios y Jomi Oligor se traen el patio de butacas al escenario. Aforo de veinte espectadores. Comprimen en diminuto, aún con la distancia de seguridad requerida, el lugar de la acción. Se trata más bien entonces de conversar. Cuánto se agradece conversar. Oligor habla con los espectadores sentados en la grada de madera. Ya con la escenografía de fondo. Larios detrás desde micrófono lee tapada por el artefacto. Un pequeño escenario sobre una mesa artesanal, lleno de artilugios analógicos, luces cálidas, proyecciones de textos y fotos puestos ahí, imposibles de detectar en la pantalla a menos de dos metros de distancia. Y comienza el relato. Cuánto se agradece el relato.

Se puede imaginar. Sobre un viaje. A La Habana, a Acapulco. Con sus personajes, su historia tierna y cruda. El extrañamiento de sus colores y su pobreza. Contado a través de juguetes, objetos minúsculos y el trabajo de los dos artesanos componiendo y descomponiendo la mesa. Soltando texto, impresiones, dudas. El vuelo de un clavadista o la sempiterna modelo de las fotos para el souvenir. Cada relato está sujeto a convertirse en fetiche. De ahí lo del turista. Uno recuerda, viendo todas esas fotos iluminadas, incluso cuando cuelgan por hilos invisibles por encima de los espectadores, cuando la gente pensaba aquello de que una fotografía les robaba el alma. E incluso, cae en la cuenta de que, pasado el tiempo de los miedos tecnológicos, algo de razón tenían.

Toda la belleza de la escena compuesta una y otra vez, la proyección de objetos trastocados, el humo del puro habano o la minúscula habitación de la vieja gloria, correrían el riesgo de entrar al lugar de la romantización. Pero incluso de ahí, ya desde el comienzo, salen con éxito los dos artesanos. El viaje que cuentan es en el fondo un viaje honesto, en un debate pertinente. "Queríamos ser viajeros y acabamos siendo turistas". Acapulco, una de las ciudades más peligrosas del mundo en la actualidad, está llena de hoteles en quiebra por donde pasaron las estrellas del momento hace medio siglo. De Clark Gable al Sha de Persia. Incluso el Tarzán por antonomasia, Johnny Weissmüller, está allí enterrado.

En La Habana un taxista quiere cambiar su coche vintage por uno nuevo vintage. Y la aspiración de algunos niños no es otra que ser de mayor, no médico ni astronauta, sino extranjero. Todo se cuenta aquí. A menudo desde la voz cálida de Oligor, que de tierna, al hacerse sólidas sus palabras, son capaces con seguridad de dejarte mal cuerpo.

La melancolía del turista emprende, en definitiva, una hazaña mínima. Pero hazaña. La de contar sin pretensiones algo complejo, pero con un trabajo de manos, de carne anterior para componer la ficción, tan fascinante como fresco. Similar al cuento intimista del que uno no puede despegarse. Y para el que siempre quiere, por supuesto, comprar entrada.

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