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El paraíso musical de la Granada eterna

Decía hace poco en una entrevista Jordi Savall que no hay música antigua; podremos hablar acaso de partituras antiguas, pero cuando empezamos a cantar y tocar es música de ahora, viva. Ese es el gran misterio de la música que nos desveló el concierto Granada eterna, una propuesta única y singular de este Festival del Milenio que quiere recordar los mil años de la fundación del reino de Granada, un apasionante viaje musical por varios siglos que, con su sorprendente y efectivo diseño, inundó el Carlos V de sonoridades, ritmos y cantos que hipnotizaron a un auditorio literalmente en trance, del que sólo salió para prorrumpir en larguísimos aplausos.

El de la noche del lunes, aunque llegó a adentrarse en la madrugada del martes con sus casi tres horas de duración, fue un espectáculo excepcional, y quien se lo perdió, se lo perdió para siempre. Excepcional en muchos sentidos, empezando por los artistas, un ramillete irrepetible con algunos de los mejores intérpretes mundiales de música medieval, disciplinados pero espontáneos en sus ejecuciones, bajo la batuta invisible de un Savall que no sólo demostró ser un gran músico, también un gran organizador. Imposible destacar con merecimiento a cada uno de ellos, acaso como homenaje a todos los demás citar al cantante israelí Lior Elmaleh. Tiene una calidad vocal única, un timbre hermosísimo y una interpretación llena de sentimiento y expresividad que llegó a conmover al público de tal modo que fue el único artista que le arrancó un aplauso mientras transcurría el espectáculo. Excepcional también por su planteamiento, retratar las músicas que conviven en la Península durante los primeros quinientos años del reino granadino, por medio de un recitante que desgrana hechos históricos luego evocados musicalmente. Un diseño eficaz, ameno y si me apuran hasta instructivo, aunque lo importante fue el festín de músicas que salía de las preciosas voces y de esos aparentemente lejanos instrumentos desconocidos por viejos, entre los que la presencia de alguno moderno no desvirtuó la llamativa y atrayente sonoridad de estas coplas y melodías tan hechas para el momento, para la libertad donde el intérprete roza lo improvisado, sobre todo en las piezas andalusíes que se tocaron.

El gran fresco sonoro funcionaba muy bien como retablo medieval: no por el valor aislado de esta o aquella composición, sino por el encuentro, que no mestizaje, entre todas. Por supuesto, mucho más que una mera recopilación de músicas traídas con cualquier pretexto; un espectáculo serio y meditado, que avanza en intensidad sonora con sus crescendo o se remansa de pronto en una moaxaja o se recoge en una plegaria mozárabe para remontar de nuevo en un bailable villancico castellano. Un extraordinario concierto con el que la música antigua, siempre rondando las programaciones paralelas del Festival, se afianza con fuerza en su programa oficial y sus escenarios más celebrados. Lo pidió el público con aplausos atronadores e inacabables, ante lo que los excelentes artistas aún ofrecieron una propina. Nadie había tenido bastante con las tres horas de concierto, todos se resistía a abandonar el paraíso de la música en que se había convertido el Carlos V.

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