Maria João Pires | Crítica

Cuando el piano habla al corazón

  • La portuguesa demostro en el Festival su absoluto dominio de la sonoridad expresiva del piano para llegar a lo más hondo y delicado del mensaje musical

Cuando el piano habla al corazón

Cuando el piano habla al corazón / Alex Cámara (Granada)

Los que hemos tenido la fortuna de escuchar a la pianista portuguesa Maria João Pires, no hemos tenido necesidad de recordar otros momentos pianísticos inolvidables y diferentes vividos en la historia del Festival, con el Debussy de Gieseking, los de Kempff, Rubinstein, Barenboim, Richter, Arrau, Sokolov, nuestros Alicia de Larrocha, Achúcarro, el joven Perianes, entre tantos otros. Porque tras su frágil figura, surge una de las grandes figuras del pianismo mundial, lejos de virtuosismos inútiles, aunque sí de una técnica prodigiosa, con la que es capaz de conseguir que su piano hable directamente al corazón. Me refería en su última actuación, en el 52 Festival, que con su sensibilidad redescubrimos a Chopin, el más íntimo y verdadero, el más sutil y hondo.

Y eso es lo que esperamos en un recital de Maria João: emoción, sutilidad, musicalidad en toda su plenitud y diferenciación, sin ampulosidades ni afectación, sino expresando con delicadeza, no exenta de vigor, cuando se requiere. Sobre una técnica limpia, transparente, cuida el sonido hasta límites sutiles y arrebatados para desde ese absoluto dominio de la sonoridad expresiva del piano llegar a lo más hondo y delicado del mensaje musical. Lo demostró en un programa iniciado y terminado con dos sonatas de Beethoven, la ‘Patética’ y la última, 32, op. 111, para incluir en medio Arabeske y Kinderszenen (Escenas de niños), de Schumann. Podría parecer, sobre el papel, una velada de fin de curso de conservatorio, con obras que todos conocen y que muchos y muchas que se acercaron a los estudios de piano, hayamos tocado a intentarlo hacerlo. De ahí, quizá, el absoluto silencio en el que transcurrió la velada para escuchar el magisterio de Pires. Magisterio y creatividad. Porque las obras más conocidas requieren el aliento casi divino del intérprete para redescubrirlas. Ocurrió con la Patética, desde sus inicios dramáticos del Grave, a la sutilidad del Adagio cantábile o la vitalidad fresca del Rondó. La portuguesa ya nos abismó en su sentido profundo, en la sutilidad de su piano, nunca efectista, sino sincero, sentido, sintiéndola ella y transmitiendo sus emociones al público.

Ese lado intimista de Pires, estuvo presente en el piano más joven y profundo de Schumann, con su Arabeske, que como toda la producción del alemán es, como se ha repetido hasta la saciedad, ejemplo de la creación del arte a través del sufrimiento. Todo el piano de Schumann –como el resto de su obra, con sus lieder, o sus sinfonías- es reflejo de la propia vida del autor, incluyendo la tristeza de los primeros sentimientos de la lejanía de su amada Clara Wiek, cuyo padre se oponía a las relaciones de su hija con el músico, para no truncar su carrera de pianista. Esa intimidad pianística está plenamente expuesta en sus Escenas de niños (Kinderszenen), conjunto de 13 breves piezas inspiradas en recuerdos de la infancia, escritas en 1829. No son piezas fáciles, como otras dedicadas a niños, sino de complejidad técnica y expresiva para desarrollar el torrente de matices. Los títulos en castellano nos alertan de su contenido: Extraños países y personas, Un cuento divertido, El hombre del saco, El niño mimado, Felicidad completa, Un acontecimiento importante, el conmovedor Ensueño, En la chimenea, Caballero en caballo de madera, Casi demasiado serio, Espantoso, Niño adormecido, El poeta habla.

Y esos contenidos necesitan, no sólo la técnica precisa y preciosista, sino la interpretación capaz de expresar en toda su belleza la poesía, dulzura e ingenuidad de esta colección de sentimientos intimistas, sugerentes y arrebatadores. Y ninguna intérprete más ideal que la delicada Maria João Pires para adentrarnos en ese mundo de un niño, visto desde la trascendencia de un adulto enamorado que necesita, también, una enorme dosis de amor en quienes se atrevan a no perder ningún matiz de esa colección pianística de miniaturas geniales, y sean capaces de transmitirnos, desde su enorme capacidad interpretativa, ese caudal de sentimientos.

Finalizó el recital con la última sonata que escribió Beethoven, la Núm. 32. Op. 111., de su trío final. Creada entre 1820-22, junto a las Variaciones sobre un tema de Diabelli, mientras trabajaba en la Missa Solemnis, fue su último suspiro en su monumento de las sonatas para piano. Aunque después trabajaría en la Novena, no puede dejar de conmovernos esa enorme profundidad y la riqueza sonora. Maria Joao Pires hizo una profunda reflexión sobre esta sonata que tiene sólo dos movimientos, pero capaces de encerrar todo un universo. Magistral exposición del Maestoso, con el Allegro con brío y apasionado, la electrizante sucesión de la Arieta, con su bellísima Adagio molto, semplice y cantábile, con una sucesión de temas y variaciones realizados con inusitada pulcritud y sinceridad, pero, sobre todo, con un buceo sobrecogedor sobre los restos sumergidos en un mar de últimas verdades, en las que se atisban ya el swing o el boogie.

Cuando se interpreta con tanta fidelidad el piano del compositor de Bonn me hace recordar, una vez más, lo me dijo Wilhem Kempff, cuando le comenté, en una entrevista que me concedió un caluroso 24 de junio de 1959, al terminar un largo ensayo matinal en Carlos V, con la Nacional, que estaba considerado como el mejor intérprete de Beethoven: “El mejor intérprete de Beethoven es su música”. Sí, pensaba anoche, tras escuchar a Pires: cuando el piano llega al corazón.

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