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El reino de las luces y las sombras

  • La editorial Akal ha publicado recientemente una monografía dedicada al cineasta Hayao Miyazaki, escrita por Raúl Fortes Guerrero, especialista en lengua y cultura japonesa

El reino de las luces y las sombras

El reino de las luces y las sombras

El anime es, junto al manga, uno de los productos japoneses con mayor proyección internacional y Hayao Miyazaki, su maestro incontestable. Al empezar a conocerse su obra en Occidente, a alguien se le ocurrió la malhadada idea de bautizarlo como “el Disney japonés”, aunque no exista otra afinidad entre ambos que el de haberse consagrado al cine de dibujos animados. Helen McCarthy, amiga también de las etiquetas, lo llamó con mayor propiedad “el Kurosawa de la animación”. En su monografía, Hayao Miyazaki (Akal, 2019), Raúl Fortes Guerrero recuerda que el propio Akira Kurosawa tenía en muy alta estima la película Mi vecino Totoro y, cuando supo de las palabras de Helen McCarthy, respondió: “No se le debe restar importancia a la obra de Miyazaki comparándola con la mía”. A estas alturas, creo yo, debería hablarse del cine de Miyazaki sin muletillas ni circunloquios. Este cineasta tiene un mundo personal e inconfundible que el cinéfilo está obligado a conocer como tal.

Al contrario que la animación occidental, dirigida preferentemente al público infantil o familiar (lo que no es óbice para que las buenas películas sean disfrutables por igual por padres e hijos), contrariamente a esto, digo, el anime no tiene un destinatario prefijado y podemos encontrarnos historias con enfoques adultos como La tumba de las luciérnagas (1993), una desgarradora película de Isao Takahata, o de una violencia superlativa y con unas tramas excesivamente elaboradas para un niño; recuérdese Akira (1988) de Katsuhiro Otomo, título clave en la introducción del anime en Occidente. Hayao Miyazaki quizás no tenga obras tan radicales como las apenas citadas, aunque La princesa Mononoke no les vaya a la zaga en cuanto a terribilità se refiere; él se ha decantado por la fábula, lo cual no resta intensidad o profundidad a sus propuestas. En su monografía, Fortes Guerrero escribe: “Las obras de Miyazaki se convierten, así, en parábolas que, como los cuentos de Perrault, de Andersen o de los hermanos Grimm, hacen más digerible para los niños y adolescentes la aceptación de las reglas del juego de la vida, al mostrar por igual las luces y sombras de la existencia, sin disimular la carga de horror que esta conlleva”.

La comparación entre Hayao Miyazaki y Akira Kurosawa, decía, no es tan insensata como pudiera parecer a simple vista. Ambos cineastas comparten una misma visión humanista y, gracias a los referentes manejados, resultan más cercanos al público de Occidente. Miyazaki ha dicho que: “Japón siempre será la base de mi obra”, pero esta base es ancha y resistente y, además de alimentarse de la riquísima tradición nacional -pictórica y literaria, gráfica y cinematográfica, arquitectónica y paisajística-, no ha dudado en beber de fuentes foráneas. Me limitaré a señalar unos pocos referentes inmediatos: Uno de los más obvios sería Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, cuya presencia es palpable en Mi vecino Totoro (1988) y El viaje de Chihiro (2001), dos historias de niñas que pasan al otro lado, ese otro lado que pone en cuestión las convenciones sociales de éste. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift inspiraron El castillo en el cielo (1986), en tanto la imaginería del dibujante Moebius resulta reconocible en Nausicaä del Valle del Viento (1984), en cuyo título resuenan ecos homéricos, y la semilla de Paul Valery o Thomas Mann enriquece El viento se levanta (2013). Su primer largometraje, El castillo de Cagliostro (1979), acusa cierta influencia del cine de Alfred Hitchcock y una melancolía muy fordiana recorre Porco Rosso (1992), mi preferida de entre las suyas, aunque esto ahora nada importe.

Estos referentes tienden puentes al espectador occidental, quien debería convertirlos en vías de acceso a una “realidad otra” enormemente sugestiva. En el libro de Raúl Fortes Guerrero se recogen numerosas declaraciones del maestro; una me ha llamado la atención: “Quizás los orígenes de la animación se encuentren en el animismo”, que deviene una clave de lectura esencial para entender el anime en general y la obra de Miyazaki en particular. Según el animismo, todo irradia vida: los árboles en el bosque, la hierba en el campo, el bosque y el campo, los animales, todos ellos sin excepción, las rocas de la montaña, la misma montaña, los ríos, los mares, el mundo; esta visión encuentra un modo de expresión incomparable en el cine de animación. En las películas de Miyazaki, los protagonistas interaccionan con todo cuanto les rodea, lo visible e invisible, como el viento de su último largometraje estrenado hasta la fecha. Los personajes viven en comunión y conflicto con el mundo. Según Fortes Guerrero: “Cualquier acción que llevemos a cabo, por pequeña que resulte, tendrá, necesariamente, un repercusión en la red cósmica de la que formamos parte, porque, como predica el budismo, «todos estamos interconectados y somos interdependientes. En el nivel más profundo, todos somos uno»”.

En estrecha relación con este humus sacro, Fortes Guerrero señala tres constantes de su filmografía: la pluralidad de los puntos de vista de sus ficciones, la ausencia de la dualidad Bien-Mal -en sus películas no hay la tópica división entre “buenos” y “malos”- y una defensa constante de la no violencia. (Miyazaki no elude su presencia, pero se niega a ensalzarla). El cineasta se lleva a un terreno eminentemente visual las virtudes budistas de la claridad, la compasión y el desapego. En el documental El reino de los sueños y la locura (2013), una especie de diario de rodaje de El viento se levanta, Miyazaki confesaba Mami Sunada: “El mundo no se puede explicar sólo con palabras”. Así es. Si no lo fuera, el cine no sería más que un fuego de artificio. Ahora bien, y Miyazaki es muy consciente de ello, las imágenes deben ser tan preciosas o exactas como las palabras que sustituyen. Estamos ante una obra rigurosa, severa incluso, vitalista, no necesariamente optimista, que se desmarca constantemente de esa ingenuidad que muchos le presuponen a los dibujos animados.

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