Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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La verbena de las pamelas

El carrito de una mendiga, un grupo de góspel y la pamela/wok de doña Letizia, protagonistas

En las viejas leyendas artúricas, Excalibur, la espada que da el poder al que la posee, es extraída de una piedra inculta en mitad del bosque. Sir Malory, el escritor inglés del siglo XV que consolida y canoniza las leyendas artúricas de Camelot y de los Caballeros de la Tabla Redonda, cristianiza totalmente la historia de Arturo, y sitúa el episodio de la extracción de Excalibur en una iglesia: la piedra inculta, ha sido esculpida, ha perdido las telúricas imperfecciones de cuando habitaba en los brumosos bosque de las leyendas precristianas y ha pasado a ser un cubo de Ikea, perfectamente tallado. Malory cede la leyenda de Arturo y su espada a la iglesia para que corone y entregue el poder a los reyes de Inglaterra. La cruz y la espada de la mano, como suelen. De esta última coronación, me han resultado de interés, a parte del prolijo rito religioso, dos cosas. La primera, la imagen de una anciana mendiga que corre presurosa con su carrito, en el que van todas sus pertenencias, para ver la refulgente comitiva real; y, la segunda, los seis componentes negros -tres hombres y tres mujeres- del Coro de la Ascensión, de pie ante el altar de la Abadía de Westminster, cantando un Aleluya de música góspel en honor de Carlos III. El grupo me recordó a los indígenas que Colón se trajo del Nuevo Mundo para enseñárselos a los Reyes Católicos: "Iban luego los indios" -cuentan-, "que eran objeto de la mayor curiosidad, por las raras pinturas que ostentaban en sus cuerpos, verdes, negras, rojas, los brazaletes y carátulas de oro con que iban adornados y los arcos y flechas que en las manos llevaban". Y se me vino a la cabeza el cachondeo que los nobles ingleses exhibieron cuando un pastor negro, que se trajo la madre de la novia de la antigua colonia, sermoneó, con grandes aspavientos, a los contrayentes en la boda de Megan y Harry, hijo del entonces príncipe de Gales. De nuevo, en ese día y en ese sitio, vimos a La pérfida Albión desempolvando y exhibiendo las joyas de la Corona, tirando de boato medieval, enriquecido con piezas del botín que el Imperio británico arrebató a los nativos, a los indígenas. Y la esplendorosa catedral anglicana y las pamelas más sofisticadas (oscurecidas todas por la pamela/wok de nuestra reina); los trajes más exagerados, y ¡Dios con nosotros!; con benevolentes guiños a otros diosecillos y a otros ídolos. Tan impúdico resultó el acto que por un momento pensé que el caos del mundo, todo el caos, estaba dentro del templo -a pesar de protocolos y maestros de ceremonias- y que fuera habitaba la lucidez del ser humano, la compasión, la ternura, el buen amor, el cariño, la suavidad, la dulzura, la buena educación, la algarabía espontánea, disparada por la alegría de vivir, el pan caliente, recién salido del horno, mojado en aceite, con su poquito de azúcar. Las cosas buenas de la vida. Sin corsés, ni edecanes; sin charreteras, ni condecoraciones; sin cordones dorados, embutidos en áureas conteras. Temí que, de existir el Dios al que tanto se nombró en la ceremonia, viendo en qué había dado su experimento fallido de crear unos seres inteligentes y benéficos, mandara uno de los rayos de su ira y acabara hasta con el Diamante Cullinan, de 3.106 quilates, encontrado en una mina de Pretoria, en Sudáfrica, y regalado a la Corona por el gobierno de la colonia. Peccata minuta, pecados veniales, porque allí estaban los seis cantantes negros de góspel, que ahora habían aceptado ser vocalistas en la verbena de los señores, haciéndonos tragar con el azúcar de sus canciones, la píldora amarga del Imperio británico. De todos los imperios que en el mundo han sido.

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