EL 26 SUEÑO DE GRANADA (II)

04 de julio 2025 - 03:06

El Virgen de Gracia fue mi primer despertar a un universo de tizas y risas, de lecciones aprendidas y travesuras compartidas. Pero la escuela que me dibujó la esencia de Granada fue la calle. Recuerdo cada tarde un ritual que llevaba desde la Placeta de Gracia hasta Telefónica de la calle Reyes, donde trabajaba mi padre. Las calles de la Magdalena susurraban historias de siglos, de caballeros y damas, de mercaderes y artesanos. Los escaparates, pequeños escenarios con vida propia. Y yo, espectador absorto, me detenía a soñar con lo que vendría después.

Mis recuerdos también se proyectan en una sala de cine. La primera película que vi en el Cine Madrigal fue Los diez mandamientos. Recuerdo la inmensidad de la pantalla, la solemnidad de las imágenes, el murmullo de la gente. Cuatro horas. Una experiencia que me marcó, no por la historia, sino por verla cobrar vida en aquel espacio oscuro y sagrado. Y por el cabreo de mi padre que, siete hijos y cuatro horas de metraje, no paró de acompañarnos al baño. El Madrigal nunca fue sólo un cine. Fue un portal a otros mundos, un refugio donde mi imaginación voló sin ataduras. Sesenta años después, sigue formando parte de esta ciudad de generosos contrastes.

La Alhambra la disfruté de pequeño. El lugar para escapadas furtivas del colegio (lo llamábamos hacer rabona). Junto al quiosco pasábamos horas oliendo siglos de historia, envueltos en el aroma de sus jardines y el eco de las fuentes. Estrechas aceras, rincones escondidos, surcos del agua en el Chapiz, todo un escenario para juegos de reyes y princesas, de moros y de cristianos. Entre sus muros, el tiempo se detenía, y siempre fuimos libres para soñar.

El Corpus. Color y alegría. La Tarasca y su excéntrica elegancia desfilaba imponente, mientras cabezudos, en danza desenfrenada y golpes juguetones y no tan juguetones, llenaban cada rincón de risas y asombro. El espectáculo de lo fantástico y lo real. La procesión. Vestidos de primera comunión, nazarenos con capirotes, aroma de incienso, cada paso de la Custodia la sentí parte vital de la ciudad, de su historia, de su fe.

Aquellas vivencias son primeras líneas de un poema que aún hoy respiro. Con la misma intensidad que respiraba en misa de una en la Catedral, donde cantaba siendo arzobispo don Emilio, mientras él discutía con la policía gris y prohibía sacar de la Catedral a obreros encerrados al terminar misa. Ese fue el escenario de mis primeros encuentros con lo divino, la fe, con la música. Y con la democracia que ya tocaba a mi puerta.

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