Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Granada, la Granada que soñé en estos artículos, es más que una ciudad; es un sentimiento, un eco en el alma: es la luz de un atardecer sobre la Alhambra, el aroma de las teterías en el Albaicín; es el rumor del Darro, un espumoso en la Carrera de la Virgen, un baile en el paseo del Salón, una tortilla Sacromonte o una olla de San Antón. La Granada de Lorca, de Falla, de la Canastera, de Miguel Ríos, de Carlos Cano, de Mariana Pineda, de Ayala, de Alonso Cano, de Recuerda, de Ganivet, de Tico Medina, de Morente, de Habichuela. La Granada de Recogidas, Bibrambla, Plaza del Carmen, Realejo, Beiro, Camino de Ronda, la zona Norte, Zaidín, Chana… todo conforma la nostalgia de lo que fue y la promesa de lo que será. Miro la Granada del futuro, sus avenidas, sus edificios que se alzan al cielo, y sé que, aunque cambie de rostro y fisonomía, su esencia y su alma seguirá latiendo en cada rincón, en cada corazón de quien la habite.
Esa es la Granada que soñé, a medio camino entre el niño pequeño y el hombre adulto que aún hoy me niego a reconocer. La Granada que he sentido a través de mi vida, no es una ciudad inmutable, sino un ser vivo que respira, que crece, que se transforma con cada uno de nosotros. Sus calles son venas por donde corre sangre, sus plazas pulmones que respiran recuerdos. Desde la carretera de la Sierra donde nací, hasta la Huerta de San Vicente donde jugué, pasando por las rutas del colegio, las tardes de cine en El Madrigal, el abrazo de la Vega y la majestuosidad eterna de la Alhambra, Granada ha sido mi maestra, mi compañera, mi hogar.
A mí sólo me resta ser un mínimo fragmento de esa ciudad, un eco de sus campanas, un reflejo de su luz, un narrador de sus aguas silenciosas. Mis pasos habrán borrado los de quienes me precedieron, pero mis recuerdos se aferran a cada esquina, a cada olor, a cada sonido. Y aunque el tiempo pase, y aunque Granada siga evolucionando, la que llevo dentro, la que me ha moldeado, seguirá viva, latiendo con el ritmo de mi corazón. Porque mi vida es, y siempre será, un poema escrito en los versos infinitos de Granada. Y yo, Pablo, Juan Pablo cuando mi madre me regañaba, seré parte de ella, un hilo más en su tapiz inagotable de historias.
Y cuando pase el tiempo, cuando llegue el momento de mecer y acurrucar los recuerdos que vivimos y atamos a nuestra existencia, tampoco sabré si lo que escribi fue realidad. Os juro que bonito ha sido, y, verdad o sueño, lo llevaré conmigo.
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