Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Alcaldes, reyes del mambo

No hay en política un cargo como el de alcalde tan proclive al ensoberbecimiento

El alcalde es el rey del mambo, el alma de la fiesta, el motor de la juerga. Como se suele decir, es el puto amo. Pero precisamente por eso es también su responsable: tiene que hacer que la cosa funcione, que no decaiga en ningún momento. Que no falte el hielo -la bebida ni que decir tiene; para qué queremos los cubitos con las botellas vacías-, que la música, además de sonar bien, sea buena y no una matraca, que los aperitivos no estén rancios y que el condumio potente, llegada la inexorable hora de reponer fuerzas, aparezca en el momento oportuno, ni excesivamente temprano ni demasiado tarde, cuando sus efectos aún tengan la contundencia que se espera de él y proporcione la reanimación deseada. Del alcalde, el rey del mambo, o de la alcaldesa, la reina, se espera que alterne con todos los corrillos del guateque, que no se limite sólo al de sus allegados, o al de quienes le son simpáticos o a ese otro compuesto por esa gente a la que se ha visto obligado a invitar a última hora con la angustia de quedar mal si no lo hacía. Y desde luego, la fiesta irá mal si cree que la condición de anfitrión lo deja ya todo hecho y que según van llegando los invitados éstos están obligados a acudir a rendir pleitesía, a dar las gracias -cuando no la coba- y a regalarle las orejas con el "hay que ver qué bien está todo".

Quizá por eso no esté del todo mal que el alcalde no sea el rey (absoluto) del mambo. Y que tenga que contar con otros para montar la fiesta: alguien que también aporte otras bebidas (¿más fuertes?), más hielo -para que no se acabe si el alcalde se queda corto-, otra música (¿más cañera?), canapés diferentes (fuera de la carta habitual, quizás algo más picantes) y lo que se tercie si el sarao necesita dosis extra de imaginación.

No hay en política un cargo como el de alcalde tan proclive al ensoberbecimiento. Puede que a una mujer como la Thatcher se le pusiera más duro aún el hierro del que era dama como primera ministra británica, pero lo de alcalde va mucho más allá, por muy pequeño y escondido que sea el villorrio que gobierna (o precisamente por eso). Eres el alcalde del pueblo. Literalmente, el jefe. El jefe de las calles, de las plazas. Y más que despotismo a algunos les ha provocado priapismo. No viene mal al comienzo de la fiesta. Pero cuando amanece y ya se repiten las mismas canciones y los corrillos -hasta el de los simpáticos- se han deshecho, es muy doloroso. Y no hay hielo con que aliviarlo. Se ha acabado.

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