Para dormir nada importa cuando tienes veinte años. O al menos ocurre que se cae en la cama como se desploma un cuerpo en el ring por K.O., y por muy fuerte que sea el estruendo que rodea el cuadrilátero, el silencio se impone. Parece entonces que nada existe, que el mundo no existe. Sin embargo, el mundo sigue existiendo. El oído es el notario, el órgano que no descansa, dando fe de que aún, sin nosotros, la vida sigue. El problema es cómo procesa el inconsciente que nunca duerme, sin la presencia del consciente que duerme con nosotros, los ruidos externos. Cómo codifica la realidad para alejarla de lo real y transportarla hasta lo onírico. Los dientes metálicos que talan sin dificultad a la vecina de arriba, separando pies del cuerpo con la facilidad con la que se separa un trozo de mantequilla en un agosto sureño, fue la magia con la que el inconsciente hizo desaparecer los tacones persistentes a las seis de la mañana de una vecina que necesitaba dejarse la casa perfecta antes de ir a trabajar y, ratita presumida, día tras día, con sus tacones bien calzados, dejaba su casa impecable. El sueño debe procurar a toda costa que el descanso continúe y se convierte en el artífice de escenas grotescas. El inconsciente, ese gran depósito donde se guarda todo, ha rescatado las imágenes de la película Intolerancia que alguna vez vi, filme de 1916 dirigido por D.W. Griffith, una epopeya de tres horas y media considerada precursora del gore por escenas como las de dos minuciosas decapitaciones, y con la estética de antaño, hoy, en mi sueño, las cabezas se deslizaban por la superficie del mar como el granito en el juego del curlin, como las piedras lanzadas con efecto en una competición donde el fin es la distancia. Las explosiones, aunque no existan, se escuchan con la nitidez con la que el sueño recrea lo irreal, trozos de metal prendidos vuelan por los aires, seres sin rostro descuartizados se hunden en las profundidades del mar y, entonces, sobreviene el silencio, el magnífico silencio, el grandioso silencio, el ansiado silencio. No es necesario inventar complicados aparatos de tortura, una simple gota de agua cayendo reiterativamente provocaba la locura. En El País recomiendan La Herradura como lugar de destino, pero no especifica para qué tipo de viajeros. Absténganse submarinistas, si quieren conservar sus cabezas, absténganse quienes busquen un tranquilo pueblo de costa y sean bienvenidos moteros, acuáticos ángeles del infierno, las autoridades no dejan de facilitaros el camino hasta el mar, los demás nos contentamos con darle rienda suelta a nuestro inconsciente.

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